No me gusta ver mi calle con decoración navideña en un octubre con calor de julio, como tampoco me gusta atravesar el pasillo del supermercado donde exhiben los mantecados y turrones, un día que vuelvo de la playa (el sabor del turrón no va muy bien como postre de unas sardinas asadas). Por otra parte, tampoco me gusta que las familias no descansen de las tensiones del final del curso, bajo el acoso del descuento de los libros del curso siguiente. No me gusta que, en las rebajas de enero, se presenten los nuevos modelos de primavera. No me gusta cerrar, empezando el año, las condiciones del crucero que haré en agosto… En realidad, lo que no me gusta es vivir por adelantado, con un calendario irreal, y rutinas de unos meses después.

Soy consciente de que vivo en una sociedad de consumo y lo que ello significa, pero compruebo, para mi desazón, que el fenómeno del Black Friday supera cualquier predicción por extraordinaria que sea. El que en pleno noviembre se desate esta locura, esta histeria colectiva heredada de los Estados Unidos, que empuja a comprar lo que sea, desde un coche (con descuentos este fin de semana) hasta unas gafas graduadas, pasando por libros, descuentos en restaurantes o en depilación láser, va más allá. Es difícil pensar que solamente tenga que ver con los descuentos.

Está claro que en una economía de mercado, cuanto más activa sea la compraventa, mayor será la riqueza para el país; de ahí que crezca y se extienda más y más ante el beneplácito de las instituciones y las bendiciones de las autoridades políticas. Se aceptaría mejor si este marketing no hubiese derivado en unas compras compulsivas promovidas por quienes hacen creer que todo lo que venden es necesario y que deriva, en última instancia, a que el consumidor confunda sus verdaderos intereses y que el placer que encuentra en las compras, llegue a reprimir y ocultar sus necesidades reales.

En un tono resignado, podría decirse que lo hecho, hecho está, pero resultaría injustificable no hacer ver, de alguna manera, los peligros que acarrea el hiperconsumo. Sería irresponsable que no se tomen las necesarias medidas para pararlo. Esta locura del Black Friday, o más bien Crazy Friday, debería ser una buena razón para plantearse educar a los niños en un consumo responsable, haciéndoles ver las diferencias entre lo necesario e innecesario, sensibilizándoles con las necesidades reales que padecen otros pueblos o preparándoles para desarrollarse como personas autónomas y críticas.

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