La Constitución está de moda, más de moda que nunca. De ser denostada por la derecha, que ni siquiera la votó, ha pasado a servir de supuesta línea divisoria entre partidos buenos y malos; de ser excusa para unos días de vacaciones ha llegado a convertirse en horizonte de progreso y bienestar para los ciudadanos. Su popularidad tiene un lado reconfortante, esa especie de techo que nos cubre a todos en un proyecto ético colectivo, pero también deja más a la vista las negaciones de lo que ella misma representa.

Van contra la Constitución quienes pretenden arrogarse su propiedad y dejar fuera a todos los demás, en una versión tergiversada de lo que la Carta Magna representa como lugar de encuentro y diálogo. Van contra ella también los que buscan entre sus artículos aquello que pueda amenazar a quienes no piensen como ellos; o los que la consideran inamovible, cerrando la puerta a aspiraciones legítimas que justamente hallan en este texto un suelo donde apoyarse. Atentan contra la Constitución los que niegan la memoria, o los que pretenden dar marcha atrás en derechos sociales plenamente arraigados. La historia, que no puede construirse cerrándose al pasado ni estorbando el futuro, pondrá en su sitio a todos ellos.

Van contra la Constitución, cómo no, las acciones u omisiones que consagran la desigualdad: la brecha entre los salarios de hombres y mujeres, la de la presión fiscal entre grandes fortunas y las rentas más pobres, la de la segregación social entre los centros públicos y los concertados… O la pobreza energética sin alternativas, o las reformas laborales, o la economía sumergida, o el racismo que se cuela por tantas grietas.

En este domingo suspendido en medio de un puente, a medio camino entre el día de la Constitución y el de los Derechos Humanos, quedan más a la intemperie que nunca las contradicciones de un proyecto de igualdad ante la ley, de equidad real. Un proyecto ético y de convivencia sumamente frágil, porque concreta poco y las prohibiciones parecen caer siempre del mismo lado. Si algo vino a decirnos la Constitución es que no existen ciudadanos de primera y de segunda, ni opciones políticas más constitucionalistas que otras. La Constitución es de todos los que la acaten, aunque sea sin ganas; y de la gente que vive, y sufre y sueña bajo su paraguas sin saberlo siquiera, y que puede que nunca reclame los derechos proclamados en sus líneas.

Y esa es la mayor de sus fortalezas.

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