RELOJ DE SOL

Joaquín Pérez-Azaústre

La Conferencia Episcopal

CUANDO Juan Pablo II manifestó su rechazo crucial a la invasión de Iraq se convirtió en el papa de la paz. El pontífice se echó sobre sus hombros polacos, sobre sus hombros recios de antiguo actor en ciernes hecho de maletas y kilómetros, todo el peso amplio de una Iglesia que quiso estar a bordo de la paz. La razón interior, la razón pura, bien pudo ser que Juan Pablo II ya había sufrido en carne ajena y propia la arrasadura áspera de sangre que toda invasión trae consigo, a cuestas: no sólo porque el entonces jovencísimo Karol Józef Wojtyla fue perseguido pronto por la terrorífica Gestapo, al dedicarse, clandestinamente, a la evacuación de familias judías, sino porque su propio padre, suboficial del Ejército, cayó durante la ocupación de Polonia. El padre de Wojtyla murió defendiendo Polonia de la invasión nazi, y es por esto que Wojtyla sabía distinguir, perfectamente, entre la pura invasión y la guerra, que puede ser de sesgo defensivo. Cuando Polonia se volvió ya nazi, y Hitler era el nombre de una nueva frontera a la barbarie, Wojtyla se refugió en los subterráneos del arzobispado de Cracovia, como se refugiaría después, casi 70 años más tarde, en su palabra anciana y todavía vigorosa, su palabra viajera y encendida, para decir claramente que la Iglesia católica, con él a la cabeza, se posicionaba en contra de la invasión de Iraq.

Mientras Mariano Rajoy decía ayer que él estaba con la vida de las personas, me pregunté si estaría también con la vida de las miles de víctimas que ha costado la invasión de Iraq, una invasión contra la que se posicionaron Juan Pablo II y buena parte de la Iglesia española de base, pero no Mariano Rajoy, que como vicepresidente del último Gobierno fue uno de sus principales valedores, ni mucho menos la Conferencia Episcopal Española; no, al menos, con la misma presencia, reiteración y contundencia con que se ha manifestado en contra de los matrimonios entre homosexuales o contra las conversaciones con una banda terrorista, a pesar de la posición histórica de la Iglesia católica, personificada por Setién, en el País Vasco: compleja y sinuosa, pastoral, con los etarras.

Ni toda la Iglesia es la Conferencia Episcopal ni todo el espectro del PP avanza de la mano, enguantada y oculta, de esta Conferencia Episcopal: sin embargo, son los que se acopian todo el ruido. La libertad de expresión de cualquier ciudadano es un derecho total, incuestionable, pero no se ejerció tanto aquí en España cuando el papa anterior levantó su opinión, de fortaleza frágil, para elevar con pasión su humano No a la guerra. ¿Dónde estaba entonces la ahora muy urbana Conferencia Episcopal? Dormida, agazapada, sin salir de los templos silenciosos. Ahora, sin embargo, entra en la campaña electoral. La Iglesia verdadera es otra cosa.

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