Cocinar

No se es cocinero hasta que no se cocina para uno mismo, por el mero placer de hacerlo, sobre la receta manuscrita

Abrir la ventana y mirar las plantas. Sentir que llega el aire fresco hasta la cara. Descorchar una botella de vino blanco, frío y seco, a ser posible de El Condado. Poner un buen aceite a calentar y laminar los ajos. Hay que observarlos con atención mientras lentamente se doran, cuidando que alcancen el punto exacto de color que deseamos. Retirar, respirar y oler. Añadir el pollo, en trozos no muy grandes ni tampoco muy pequeños, y buscar también ese tono dorado que evoca y que crepita. Voltear con tenedor de madera y, si es de raíz, maravillarse con sus vetas. Por un momento, levantar la vista y fijarse en el aleteo azul de esa libélula que acaba de posarse en el alféizar. Cubrir con un buen vino y emparejar con caldo. Salir al patio y tomar del arbolillo una hoja de laurel brillante. Sumar pimienta al gusto y volcar los ajos. El fuego lento, pero no demasiado; allegro ma no troppo, sin prisa, con tiempo para el deleite y el recuerdo. De ese modo, el vapor que humea no se precipita y forma volutas vagas y armoniosas. La cocina es sabor, olor, oído, vista y tacto: no olvidarse de probar, oler, recrearse y tocarlo todo. Prestar atención a los sonidos y a las formas. Al cocinar, en la yema de los dedos deben quedarse para siempre la piel satinada del pimiento, las aristas del apio y las arrugas de la calabaza.

Mientras el pollo cuece, comprobar que la cocina es también imaginación y recuerdo. Sueña con algo nuevo, añade, quita, pon e inventa…, pero no dejes de volver atrás y rememora el olor a puchero de la infancia que llenaba enteras las mañanas, la textura blanquecina del gazpachuelo que tu madre mezclaba con mano pictórica de artista y el aroma de los roscos de huevo que la abuela freía en una sartén inmensa. Reconocerse y pensar tranquilo. El tiempo hace nacer las intenciones y los proyectos, hace avanzar el pensamiento, devana las opiniones, solidifica los valores, deshace los entuertos. Admirar la humilde patata, el sofisticado jengibre y el irremplazable tomate. Dejar que hablen con toda su historia y su misterio: cuentan mucho de ellos y de nosotros mismos, de hambre y gula, de éxitos y fracasos, de viajes lejanos y huertos cercanos. Para entonces, el pollo ya está casi hecho. Bajar el fuego. Primero allegretto, luego moderato. En dos o tres tiempos. La salsa espesa y el pollo emerge ufano, orondo y satisfecho. La improvisación y la perfección se mezclan. ¡Es tan sencillo y, al mismo tiempo, tan complejo!

Ya lo insinúa Julian Barnes: no sé es cocinero hasta que no se cocina para uno mismo, por el mero placer de hacerlo, sobre la receta grasienta y manuscrita o sobre el experimento, pero, siempre, tomándose todo el tiempo del mundo.

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