En España hay ciertas fuerzas recalcitrantes que pese a las ingratas experiencias vividas, sufridas y lamentadas, se empeñan, como se dice vulgarmente, en volver a las andadas. Retornar pasados que parecen no redimidos, no liberados de sus amargas vivencias. Una vuelta a esa España condenada por Ortega y Gasset, Unamuno y Antonio Machado. Un regreso al cainismo más brutal, que en ciertos casos y por deformación del federalismo u otra denominación de moda el plurinacionalismo, llega a recordarnos esa otra aberración llamada cantonalismo, definida como movimiento insurreccional que pretende la división de un Estado o de una Nación en departamentos o administraciones independientes. España tuvo una prueba tan desalmada en el curso de la I República (1873-1874), que llegó a enfrentar a unas provincias contra otras en unas esperpénticas y ridículas pendencias.

Los recientes acontecimientos vividos a escala congresual en la Cámara Baja, cuya perspectiva ha tenido capítulos penosos, lamentables, detestables y absurdos, han supuesto una escandalosa pérdida de tiempo, cuando el Congreso está llamado a abordar los graves y más directos problemas que aquejan al país. Nos han presentado pasajes que demuestran la vigencia de esa disyuntiva en la concepción de una Nación, que retorna a un enfrentamiento sobre su esencia más pura para enfangarse en nuevas disputas alentadas por nacionalismos trasnochados, separatismos imposibles, soberanismos sin raíces históricas ni constitucionales. En suma otro tipo de cantonalismo sobrevenido por individuos obstinados en el enfrentamiento, la división, el rencor, la revancha y otras pretensiones mezquinas que alientan esa tentadora idea de "divide y vencerás".

No se puede derruir de la noche a la mañana lo que tanto costó construir y mantener durante 40 años, ni se puede demoler por las pérfidas veleidades de un grupo de precipitados advenedizos -la pretendida indignación- apoyados por ideologías secesionistas, excluyentes e insolidarias y de otros de confuso criterio, ambiguas confluencias e inclinaciones rupturistas. Con guiños sospechosos la nueva dirigencia socialista, repite su discurso retórico y contradictorio, sus oscilaciones tácticas con ese confuso lenguaje entre la consagración indiscutible del art. 2 de la Constitución, su equívoca plurinacionalidad y sus comparsas de naciones culturales, tentando siempre la trampa a las reglas del juego que nos rigen. Una soflama desconcertante que regocija al nacionalismo asilvestrado.

Así pedía Alfonso Guerra, harto ya como todos de "los excesos secesionistas", que se aplique el art. 155 parando en seco "la manifiesta rebeldía del nacionalismo catalán contra las leyes". No es el momento de perderse en nuevas disquisiciones partidistas, ni intransigencias radicales cuando una amenaza, como espada de Damocles, pesa sobre las cabezas de la indisoluble unidad de España. Ni cambiar cromos con quienes día tras día tratan de dinamitarla. El colmo es el despreciable discurso de Puigdemont el pasado lunes.

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