Es la primera Semana Santa que no miro al cielo y que incluso no me importa que llueva. El primer Domingo de Ramos que veo la Gran Vía limpia de palcos, La Placeta enmudecida, la Concepción sin ramos de olivo, sin olor a cera, ni incienso; sin turistas, ni tapeos, ni quedadas... Es el primer Domingo de Ramos que no hay niños con su palmas ni abuelos que les llevan orgullosos de la mano. Y eso me lleva de nuevo a pensar que nuestros mayores están en casa, en la residencia o, en más casos de los que quisiéramos, en el hospital. Son una de la parte más débil de esta pandemia que nos tiene encerrados en casa. Ellos sufren la reclusión más solitaria, los miedos más intensos, la inseguridad más injusta, y protagonizan las estadísticas más asoladoras. Les confieso que sus imágenes en los informativos de estos días me han dejado caer más de una lágrima por la cara. ¿Cómo se puede dudar de que es a ellos a quienes hay que proteger más? Quedándonos en casa, convenciéndoles a ellos de que lo hagan y cuidándolos con un mínimo de delicadeza que nos haga estar a la altura de las circunstancias.

A ellos hemos acudido para que ejerzan de canguros de nuestros niños, de avales para los créditos de nuestros pisos o segundas residencias en la playa. Ellos siempre han estado dispuestos (y siguen) para hacerse cargo de los miembros de la familia más frágiles o dependientes, para ayudar a quienes el paro ha dejado en la estacada, o la vida ha sido más dura... ¡Siempre están, siempre! Y sin rechistar.

Y a pesar de ello, miramos a otro lado. Hay incluso quien los arrincona y aplica la teoría darwinista para cebarse con su fragilidad y su bondad. No seré la única que ha escuchado que ésta era una enfermedad de mayores y débiles, dejando que el oído y la vista se acostumbren a hablar de contagios entre jubilados como si fuera algo normal (¡qué frialdad!). Las cifras son devastadoras y cada minuto que pasan se quedan desfasadas. Al menos 3.600 españoles han muerto ya en residencias de mayores durante esta crisis. Otros 6.600 se han contagiado. Ayer el dato de muertes escaló casi hasta los 12.000. De ellos, el 70% tenía más de 70 años. Y de este 70%, uno de cada cuatro residía en un asilo. ¿Vamos a seguir descuidándolos? Pues yo me rebelo porque con ellos se va su sabiduría, su experiencia, su ternura, su dedicación y su entrega. Con ellos se va un gran ejemplo y una educación en valores que cada día es más necesaria en nuestra sociedad.

Dejarles de lado es el colmo de la ingratitud y de la falta de humanidad. ¿Cómo podemos quitarle la vida -sí, eso es quitarles la vida, la poca que les queda- y quedarnos tan anchos? Ellos la darían siempre, sin pedir nada a cambio. Hoy mi aplauso va por todos ellos. Rectificar es de sabios y estamos a tiempo. ¡A ésta es!

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