11-M

Los atentados del 11-M, lejos de unirnos, nos convirtieron a nosotros mismos en enemigos insalvables

Anteayer se cumplieron quince años de los atentados del 11-M. Se dice pronto, quince años. Aquel día, España sufrió el ataque terrorista más grave en la historia reciente de Europa -191 muertos, miles de heridos-, pero ese atentado, lejos de unirnos frente a un enemigo común, nos desunió por completo y nos convirtió a nosotros mismos en enemigos insalvables. De hecho, la brecha entre las dos Españas que surgió aquel día no ha dejado de hacerse más y más profunda. Y visto el clima actual de odio y de sospechas y de asco insuperable hacia el adversario, más vale no imaginarse lo que pueda ocurrir si vuelve una salvaje crisis económica como la de septiembre de 2007.

Y de algún modo, todo eso empezó a fraguarse en los días aciagos de marzo de 2004. José María Aznar, el presidente del gobierno de entonces (del Partido Popular, se lo recuerdo a los jóvenes desmemoriados), se comportó con una falta de escrúpulos hasta entonces nunca vista en la política española, al intentar atribuir el atentado a ETA en vez de a los yihadistas islámicos (con lo que se aseguraba, creía él, ganar las elecciones y destruir a la oposición). Y la oposición de izquierdas, por su parte, se cubrió también de infamia al atribuir los atentados a la decisión de Aznar de participar en la estúpida invasión de Iraq, como si ese atentado salvaje contra una población civil indefensa fuera una forma legítima de responder a una agresión foránea. Nadie entre la izquierda quiso acordarse de los atentados del 9-S en Nueva York. Y nadie quiso acordarse de que el yihadismo llevaba años amenazando a España desde mucho antes de la invasión de Iraq. Y así, se habló vergonzosamente -en periódicos, en emisoras de radio, en cadenas de televisión- de la "insurgencia islámica", como si se tratara de valientes guerrilleros que luchaban por la libertad en vez de asesinos siniestros que defendían una de las ideologías más repugnantes de todos los tiempos.

Y así seguimos: enfangados en una sucia batalla ideológica que prescinde de todo lo importante -la educación, los salarios, el envejecimiento-, para centrarse en ridículas batallitas ideológicas que al fin y al cabo no van a servir de nada. Duele decirlo, pero el 11-M no sólo murieron 191 personas inocentes de todo mal. Ese día también murió, en nuestro país, cualquier atisbo de decencia a la hora de encarar el debate político.

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