Siempre siento un golpe en el diafragma cuando oigo a cualquier cantamañanas del sexo femenino decir "nosotras, las mujeres". Y es que erigirse en portavoz nacional de más veinte millones de personas tiene un rato de guasa y mucho más de cara. La palabra mujer se ha elevado a una cima cuasi divina y se ha ungido como con un sello especial estampado por todos los dioses del Olimpo. Y mujeres, como hombres, las hay como los colores, para todos los gustos. Las hay inteligentes y necias, bellas y feas, buenas, malas, regulares y así hasta el infinito. Ser mujer, así a secas, y no decir nada es lo mismo. En un vídeo que se ha hecho viral, hemos visto a una cretina integral desafiar y empujar a un guardia de seguridad del metro de Barcelona, que la había cogido pintarrajeando y emporcando las instalaciones públicas al grito de "soy mujer". Se pude ser majadera pero a esos límites es difícil llegar.

Cuando hablamos de mujeres o de hombres, cada uno de nosotros habla de sus mujeres, de sus hombres, de las mujeres y hombres que han conformado su vida. Son nuestras mujeres, nuestros hombres. Y yo, como cualquiera, tengo las mías, mis mujeres. Me crié entre mujeres, el único hombre que vieron mis ojos durante años fue mi padre. Por razones que no vienen a esta columna, mi casa era un incesante ir y venir de mujeres. Entre otras cosas, mi padre tenía una pequeña empresa en la que trabajaban hombres y mujeres. Mujeres trabajadoras de hace más de sesenta años.

¡Qué cosas! Y ahora vienen algunas descubriendo la pólvora. Pasé por un colegio en el que trabajaban muchas mujeres, de esto hace más de cincuenta años. Hasta que me fui a la universidad y seguí rodeado de mujeres, mis compañeras, con las que me llevé más que bien. Todas las mujeres de mi vida me quisieron, las quise y fueron siempre mis cómplices y mis ángeles guardianes. Sin saberlo entonces, hoy sí, el inconsciente me llevó a una profesión para la que parecía predestinado: ginecólogo. Ahí ya entraron en tromba en mi vida como pacientes y como compañeras de trabajo: enfermeras, matronas, auxiliares, administrativas… Miles de mujeres que me conformaron y miles de historias casi todas ejemplares. Estas mujeres de mi vida anduvieron por la vida sin voces, sin dar saltitos ridículos en medio de la calle, sin insultos, sin amenazas, sin decir guarradas, sin declarar ninguna guerra, ni pedir estados de excepción para el sexo masculino. Firmes, decididas, femeninas, con frente levantada y paso fuerte cambiaron España de verdad, de arriba abajo, de norte a sur. Sin guerras, sin aspavientos, sin privilegios, con esa hermosa naturalidad que da la virtud y el ser de bien.

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