No todo el mundo lo sabe, pero, en su encuentro naval con Eduardo VII, celebrado en las aguas de Cartagena el 8 y 9 de abril de 1907, Alfonso XIII renunció oficialmente a la reclamación española sobre el territorio de Gibraltar. La firma de ambos reyes está en los documentos y es totalmente coherente con ese "amistoso silencio" que desde 1783, fecha del fin del último gran asedio militar del Peñón, se había cernido sobre el contencioso. Más allá de alguna mención romántica, durante el siglo XIX, el estatus político de Gibraltar no solo fue algo aceptado, sino incluso apreciado, habida cuenta que la Roca era refugio de los liberales perseguidos por el absolutismo y sostén económico, como ahora, de su campo. No obstante esta renuncia del Borbón ante el tío de su esposa, los intentos diplomáticos de alcanzar algún tipo de acuerdo para la recuperación del Peñón no desaparecieron del todo. El propio rey, años más tarde, con el respaldo del dictador Primo de Rivera, no tuvo el más mínimo pudor en intentar permutarlo por la plaza de Ceuta, cosa que abiertamente propuso en 1926 a su primo político Jorge V. A falta de acuerdo, también trató de ratificar su antigua renuncia a cambio de la posesión plena de Tánger.

Claro está que Gran Bretaña nunca admitió ninguna forma de permuta, pero estos episodios en los que los jefes de estado, a bordo de sus lujosos yates, negocian sobre los territorios y las vidas de sus habitantes, como si fueran peones de un tablero, son muy expresivos de cómo ha funcionado y funciona la política internacional. Estos hechos nos permiten descubrir no solo el gran desafecto del estado español hacia los ceutíes, sino también la debilidad de fondo de una reivindicación del Peñón que aparece y desaparece, como el Guadiana, según conviene a cada gobierno. Quizás sea esta la causa más determinante de que este contencioso siga abierto. Siempre se abordó a conveniencia de los gobernantes y no de las personas de la zona, para popularizar las dictaduras, para tapar las crisis o la mala gestión gubernativa o para alimentar sentimientos nacionalistas fácilmente traducibles en votos. Siempre se explicó de forma sesgada, contando unas cosas y ocultando o inventando otras, sustituyendo el conocimiento profundo de la Historia y el derecho por eslóganes de fácil digestión.

Frente a esto, cuando más dentro de España ha estado Gibraltar ha sido cuando los políticos se han apartado y la ciudadanía ha hecho su labor silente: trabajando, conociéndose, enamorándose, mezclándose, disfrutando del otro, intercambiando su lengua, sus costumbres y sus emociones. En definitiva, tejiendo la pertenencia histórica a un espacio compartido y singular, que no sabe de fronteras ni de pasaportes y que es tan consistente y perdurable como la vida misma. A pesar de la política.

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