'Avant-garde'

El porvenirismo se mezclaba con odas fabriles, retratos de la ciudad vertiginosa o reclamos indigenistas

En los últimos meses hemos tenido el privilegio de trabajar codo con codo junto a dos grandes, muy grandes conocedores de la vanguardia histórica en los territorios de Iberoamérica, donde repúblicas como Argentina, Chile, Perú, Brasil o México aportaron decenas de poetas valiosos más allá de Borges, Huidobro, Vallejo -los brasileiros en particular, muy desconocidos para los lectores españoles, son una fiesta- o los novohispanos del grupo Contemporáneos. Las dos lenguas mayoritarias de la península -y en menor medida la francesa, que seguía teniendo gran peso en la formación literaria de las nuevas generaciones, acrecentado incluso por la consideración universal de París como ciudad faro de la modernidad- contribuyeron en una proporción mucho mayor de lo que se piensa a este lado del océano. De entonces, en realidad, data la primera conciencia de una realidad transnacional que ya había inaugurado el modernismo contra el que reaccionaron los milicianos de la avant-garde, hastiados de los ejercicios delicuescentes con los que sus mayores, antaño venerados, rozaban la autoparodia. Vertebrados por revistas y publicaciones que no conocían fronteras, los cantores de los aeroplanos, las turbinas y los tranvías sin hilo abrazaban un radicalismo que era estético y también, muy a menudo, político, en cualquier dirección que cuestionara la inercia del orden instituido. La revolución rusa cumplía su primera década y el culto de Lenin convivía con la seducción de los camisas negras, en una época en la que las ideologías totalitarias conservaban su prestigio, apelaban igualmente a la militancia y se servían de un léxico parecido al de los movimientos rompedores en el plano de las artes. El ingenuo porvenirismo se mezclaba con odas fabriles, retratos de la ciudad vertiginosa o reclamos indigenistas, pero los distintos movimientos, con sus extravagancias y singularidades, remitían a una voz hasta cierto punto unánime que buscaba adaptar a la geografía del nuevo mundo el espíritu de los tiempos. Después de los exitosos narradores del boom, suele decirse que fue el chileno Roberto Bolaño, tan devoto de aquellas vanguardias, quien afirmó definitivamente el concepto de una literatura latinoamericana, y los estudiosos han explicado cómo su obra refleja no ya el sustrato compartido, sino la relectura del mismo en clave internacionalista. En unos días se celebrará entre nosotros el congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española y no parece mal momento para recordar las ya viejas historias que nos unen al continente, también por la parte de los vecinos portugueses, en una vasta y varia hermandad indivisible.

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