Aunque de las antiguas representaciones halladas en las cavernas primitivas a los textos de los ilustres poetas épicos de la antigüedad y de unos y otros hasta las manifestaciones artísticas de nuestros días, siempre se haya advertido en el hombre un afán, a veces obsesivo y apasionado, por captar el espacio, el tiempo y el movimiento, es a mediados del siglo XIX cuando se establece tanto en el arte como en la literatura la constancia de esa ambición. Recordemos al escritor francés Stendhal, cuando afirmaba: "Una novela es un espejo que pasamos a lo largo de un camino". El cine, suma de artes, compendio de ingenios, creador de sueños y fantasías, hacedor inmenso de imaginaciones y quimeras, es entonces la culminación de las grandes expectativas para reproducir el movimiento.

La literatura, la poesía, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música han intentado a lo largo de todos los avatares vividos por la humanidad, a través de sus respectivas expresiones, exponer y eternizar incluso los aspectos cambiantes de la realidad. Es lo que el gran estudioso del cine André Bazin, consideraba el "complejo del parecido", es decir, la aspiración del hombre por reproducir lo más exactamente posible todo cuanto sus sentidos le revelaban. A mitad del siglo XIX esa pretensión se detiene en cuanto puede introducir nuevos elementos. Otro novelista, Théophile Gautier, en su Historia del Arte Dramático lo patentizaba sin rodeos: "Ha llegado el tiempo de los espectáculos oculares". Era la más clara premonición sobre la inminente invención del cine. El arte en movimiento por excelencia que en sus primeras expresiones se manifestaba a través de representaciones casi circenses de barraca de feria. Recordemos aquella imagen de los espectadores corriendo despavoridos cuando una locomotora en la pantalla se le venía encima.

En la literatura española de la época tenemos los casos de Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas Clarín, de quienes sus novelas Tristana (1892) y La Regenta (1884-1885) -dos obras maestras-, entre otras, fueron llevadas a la pantalla por Luis Buñuel (1970) y Gonzalo Suárez (1974), respectivamente, se aprecia ya una preocupación por elaborar un estilo en el que las sensaciones auditivas y visuales ocupan valores protagonistas. Los pintores impresionistas de la época reflejarán la realidad recreándola subjetivamente. El cine no ha hecho más que enriquecer, no sólo la culminación del realismo, sino convertirse en un fenómeno complejo y apasionante donde confluyen infinidad de aspectos artísticos, históricos, políticos, sociales, económicos, sentimentales, psicológicos, comprometidos, reivindicativos...

Las primeras manifestaciones del cine que tenían una clara intención testimonial, de profundo realismo, como fueron las películas iniciales de los Hermanos Louis y Auguste Lumière, a los que su padre trataba de desistir de su invento porque no le veía futuro al cine, tuvieron ese mismo propósito de reflejar la realidad. Eran pequeñas historias sobre la vida cotidiana. Bien es verdad que frente a esa reiterada pretensión realista, surgió la figura de un ingenioso creador cinematográfico como Georges Méliés, un ilusionista, un aventurado innovador capaz de concebir increíbles desarrollos técnicos y narrativos entre la magia y la ficción, que descubrió para el cine las perspectivas más fructíferas de la fantasía y la imaginación, si bien abordó también muy diversos géneros, entre ellos los sucesos de la actualidad reconstruidos dramáticamente.

El cine hoy frecuenta con cierta asiduidad esa fantasía desde diversas actitudes visuales. Tengamos los casos más elocuentes de éxitos notables y supermillonarios como son las populares sagas de La guerra de las Galaxias (1977), El Señor de los anillos (2001) y Harry Potter (2001), o muchas de las producciones de Steven Spielberg, que comprende tantos géneros y variedades fílmicas y que puede convertirse en la más prolífica, o las más recientes revisiones, secuelas o reciclados de títulos tan antológicos, por diversas causas, como X-Men: Los orígenes, Lobezno (2009); Star Trek (2009) o la más recientes incorporaciones a la cartelera que han combinado las trepidantes aventuras de los héroes de las tiras cómicas o los superhéroes de la Marvel (Marvel Worldwide, Inc, editorial de cómics fundada en 1939, actualmente propiedad de The Walt Disney Company), con la vuelta de la lucha entre el hombre y las máquinas.

A todo ello no hay más remedio que añadir la interminable serie de sucedáneos que durante los últimos años no han supuesto más que mediocres remedos, remakes, precuelas y secuelas, calcos o imitaciones de estos títulos, más las incontables reconversiones de videojuegos a los que el cine recurre cada día más frecuentemente ante su evidente falta de imaginación y creatividad. Con toda su parafernalia mágica y tecnofantástica, uno prefiere el realismo. El cine que refleja la realidad de su tiempo. Pero eso exige un compromiso que no todos los productores, los guionistas, los realizadores cinematográficos están dispuestos a asumir. Además: vende menos. El público, en general, prefiere evadirse de la realidad y no someter a su cerebro a esfuerzos excesivos. El cine en suma como factoría de sueños.

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