Aplaudirnos a nosotros

El monumento, más que a los sanitarios, parece un homenaje a quienes aplaudían, caída ya la tarde, durante el confinamiento

Lo recordaba aquí, ayer mismo, nuestro querido y admirado Tacho Rufino. En breve, nuestros héroes de antaño -un antaño de hace muy pocos meses-, o sea, el personal sanitario, se va a ir al paro por millares, una vez desconvocada la alarma por coronavirus. Esto coincide, también es mala suerte, con la inauguración del monumento/homenaje a los sanitarios, erigido en el parque Magallanes, al otro lado del río, a la rica sombra de la torre Pelli. El monumento es obra de José Antonio Navarro Arteaga y cuenta con una particularidad, acaso inadvertida. Y es que, más que a los sanitarios, parece un homenaje a quienes aplaudían, caída ya la tarde, durante el confinamiento. Algo así como el aplauso que se aplaude a sí mismo, pero en piedra.

Otro día hablaremos, si les parece, sobre la extraña proliferación de estatuas, bustos y alegorías que abruma a las ciudades posmodernas. Mi preferido, en Sevilla, es el misterioso Niño alfarero de la calle Castilla, esquina con San Jorge, que parece una suerte de Manneken Pis, incrustado en un cubo de Rubik; también es particularmente desafortunada la escultura que se le dedicó a Juan Pablo II, no sólo por su factura, sino por la ubicación escogida, con tan mala fortuna, que uno pensaría que el Papa está llamando a un coche de caballos. ¿No podrían ponerla en la amplia rotonda de la avenida Juan Pablo II, donde el pontífice ejerció su apostolado hace ya muchos años? ¿Y qué diremos del cementerio de bustos y esculturas situado al final de la Alameda, bajo un piadoso arbolado que oculta su amontonamiento? En fin, nada comparable a la escultura/homenaje a Clara Campoamor en la plaza de la Pescadería, cuya puerilidad es enternecedora y manifiesta.

Volviendo a la escultura alegórica del parque Magallanes, el Magalhaes de los portugueses, dicho en su lengua dulce y misteriosa, no parece sino una gratificación penúltima por el aplauso vespertino con el que muchos españoles quisieron manifestar, a un tiempo, la suerte de vivir en un país civilizado y la mera alegría de estar vivos. Ese aplauso queda hoy fijado en piedra, mientras que quienes lo merecieron, ay, marchan en gran número a la oficina del INEM, después del deber cumplido. Un deber y un aplauso que cabría extender, claro, a cuantos mantuvieron, en horas de enorme aflicción, el país en marcha. Quiere decirse, entonces, que acabada la necesidad, se acabó la épica. Como en el viejo cuento de Hamelín y su oportuno flautista. Que también tendrá su monumento, allá en Hamelín, si no me equivoco.

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