Alimañas

Los supremacistas son ridículos, pero eso, como nos enseña la Historia, no los hace menos peligrosos

Bestias inhumanas, como dice el tipejo que preside el Gobierno autonómico de Cataluña, son quienes como él mismo recurren a descalificaciones groseras, cargadas de prejuicios racistas, aunque luego, para hacerse perdonar lo imperdonable, escondan la mano o la zarpa y sonrían pidiendo que los ofendidos no se lo tengan en cuenta. Todos los supremacistas son ridículos, pero eso, como nos enseña la Historia, no los hace menos peligrosos y conviene no tomarlos a broma porque sabemos bien adónde conducen sus venenosas consignas de odio al extranjero. El riesgo, sin embargo, no viene tanto de los ideólogos, absolutamente despreciables pero hoy, por fortuna, minoritarios, como de los políticos oportunistas que agitan el resentimiento y las bajas pasiones por estrategia electoral -porque el hecho, triste pero innegable, es que hay millones de personas que los apoyan- y una vez en el poder se convierten en rehenes de sus promesas de mano dura. Los analistas más comprensivos con los países que pregonan el cierre de fronteras a los inmigrantes o los refugiados dicen que no se trata de xenofobia, sino de preservar a sociedades ya saturadas de una carga inasumible, pero el léxico empleado por quienes defienden ese cierre los retrata como lo que son, miserables alimañas. No hay más que escuchar el discurso vomitivo del ministro italiano del Interior, hombre de los que llaman sin complejos, hablando despectivamente de los gitanos o calificando de "carne humana" a los desgraciados que vagan a la deriva en el mar donde tantos otros se han dejado la vida.

Lo que está ocurriendo en Europa -para no hablar de Estados Unidos, donde el rufián del pelo amarillo sigue haciendo de las suyas- es muy grave. El problema, que lo es, de la inmigración masiva, se presta a la demagogia y los brindis al sol de quienes se sienten a resguardo, pero los que denuncian el buenismo irresponsable de las organizaciones humanitarias deberían explicar si lo que proponen, mientras se decide cómo afrontar de manera ordenada y solidaria un flujo que va a ir en aumento, es abandonar a su suerte a toda esa gente -escoria, como la llamaría el ministro-. Y no es cuestión de banderas. Cualquiera que no sea un desalmado sabe que la prioridad ahora es acogerlos. La perspectiva cristiana, mal que les pese a los bávaros, no admite vacilaciones en este punto. Ni tampoco la humanitas que desde el Renacimiento nutre todos los discursos sobre la dignidad del hombre, opuesta al furor de los bárbaros que no son los desesperados que nos invaden, sino quienes cegados por el egoísmo y atrincherados en la fortaleza no han entendido que el verdadero enemigo lo tenemos intramuros.

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