Algoritmos

Triunfa la máquina, pero sus adoradores no les pueden pedir a los siervos que se sometan de buen grado

Cuanto más leemos acerca de lo que los expertos llaman, de manera hasta ahora impropia, inteligencia artificial, más claro vemos que la que podríamos calificar de natural -o sea la única de toda la vida, si exceptuamos la divina, que tampoco pasa por su mejor momento- retrocede a medida que avanzan los ingenios capaces de remedar los procesos reflexivos o incluso, lo que ya superaría a no pocos humanos, de pensar por su cuenta. Nadie duda de la lucidez o aun la genialidad -tal vez sí de las intenciones últimas- de los pocos cerebros capaces de entender las complejas operaciones que han hecho posible este logro extraordinario, pero cualquiera puede observar que entre muchos reconocidos entusiastas de la nueva era, no precisamente ingenieros o matemáticos, abundan los zoquetes medio ágrafos que más que a las mentes preclaras del famoso Valle del Silicio recuerdan -nunca mejor dicho, por analogía- a los adolescentes adictos a las videoconsolas o a los viejos enviciados con las tragaperras.

Podía uno vivir tranquilo cuando los autómatas se limitaban a ejercer de modelos en las ferias de muestras o a pelar hortalizas en las cocinas y las máquinas inteligentes, como las bautizó el gran Turing, tenían la forma de gigantescos artilugios que no pasaron de desencriptar códigos o de ganar partidas de ajedrez, donde siempre cabía la sospecha de que hubieran sobornado al ruso. Era el entrañable siglo XX y hasta los alienígenas, curiosamente desaparecidos después de tantas visitas, habían dejado de dar miedo. Todo iba razonablemente bien hasta que los de las computadoras, envalentonados, empezaron a incordiar más de la cuenta.

La cosa, según dicen, no tiene vuelta atrás, y entran ganas de golpear a los entendidos cuando lo anuncian con una sonrisa. No sólo los informáticos o los especialistas en robótica, también, por ejemplo, algunos neurocientíficos parecen abonar la consideración de que no somos más que tristes pedazos de carne en los que el entendimiento no señala ya una facultad exclusiva de la especie, ni por lo demás de los seres vivos. Si no ha llegado todavía, está cerca el momento de que los odiosos dispositivos que nos rodean por todas partes -de momento inertes, pero ya recogiendo, y enviando, información a todas horas- estén habilitados para desarrollar funciones cognitivas. Poco importará que no sean capaces de procesar emociones -también les pasa a muchos usuarios- ni que haya juicios, decisiones o respuestas a problemas que no dependen de una secuencia lógica ni son reducibles a algoritmos. Triunfa la máquina, pero sus adoradores no les pueden pedir a los siervos que se sometan de buen grado.

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