Silla de palco

Antonio Mancheño

Alfonso y el diccionario

Me encuentro con ese viejo amigo a la altura de Los Madrileños. Hablo en clave de ayer. Cogiendome del brazo me comenta al oído: Manche, préstame diez euros pa comprar un diccionario y traducir tus artículos. Un borbotón de risa comienza a jalear mi espíritu y entre los dos, fundimos los plomillos del jolgorio. Alfonso Montenegro es una cosa seria, tanto, que se le da una higa el carbono 14, los puentes de Manterola, la alfombra roja del Festival de Cine, las fases mareales de la luna o el mito de Gargoris y Habidis. Ese es mi niño.

Aquí surge un entuerto que nace de la mano de la OCDE, o sea, un ciezo que inspecciona el saber de la UE desde la percepción educativa en los países miembros, donde España disfruta de un mal hallado premio en absentismo escolar y comprensión lectiva ¡Qué rollo!

Si aún siendo obligatoria la enseñanza, no se quiere ir al cole, no se va y punto. Ese es el eje del sistema y hasta ahora, nada lo inmuta. Los pijos europeos dirán lo que quieran. ¡Qué inventen ellos! Nosotros a lo nuestro. Cucharón y paso atrás. Excepción es el cheque 6.000. Operación pensada para hacer que el alumno siga asistiendo a clase mediante un regalito. Seis mil euros por no dejar los libros que el día de mañana lo sacarán del pozo y posibilitarán su paso al mundo de la ciencia, la integración social y el tecnicismo. Se prima la pereza no el esfuerzo. ¡Qué perfecta ecuación! ¡Cuanta facundia!

Nos importa un pepino las orejas de burro que, año tras año, nos concede, esa Guía Michelín de las aulas paridas, hasta tal punto que los sabios despojos de la consejería al uso, se pasa por las cuernas, las recomendaciones y los informes que revelan, todas sus paraplejía, anacronismos y despropósitos. Es insultante que, cuatro mamporreros nos arrastren por medio mundo, cuando nuestra cultura milenaria, es hija de grandes eruditos, artistas, científicos, descubridores y, échale de comer a Andalucía que se traga dos biblias y tres océanos. ¡Hablase visto los del PISA!

Queda luego el borrón de no entender lo que se lee y por tanto, hacer un jeroglífico de la lengua vernácula y confundir, en el mejor supuesto, el culo con las témporas. Esto es peor. Los colegas no acaban de aprehender el mensaje de Saint Exuperi, tras los ojos de Alicia en el país las Maravillas, ni recrearse en Los Diálogos de Platón, menos aún, descifrar la poética juanramoniana en su Animal de fondo o Diario de un poeta recién casado y por supuesto, no están por las exégesis de Marx, la introspección del Apocalipsis, ni el realismo negro de Truman Capote.

Abunda una especie cuyo lenguaje intelectivo incluye, no más de ciento y pico de vocablos, y que Dios perdone mi excesivo eufemismo. El panorama es de película.

Entra en escena Alfonso recordando, el agravio que por mi parte infiero a los lectores y, medito en los años que cubren mis espaldas tras volúmenes y textos filosóficos, históricos, teológicos, literarios y artísticos, de Rudyard Kipling a Feud, de San Juan de la Cruz a Bertrand Rusell, de Leonardo a Picasso. Bajar, humildemente, no puedo, si acaso, perderme en el silencio y reír, reír, reír.

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