Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Alfajores en el alcorque

El verano en la ciudad solía ser, hasta que llegó este tan raro e inquietante, cosa de obligados y de excéntricos de andar por casa (por la suya habitual). "El que la lleva, la entiende", dice un dicho séneca que lleva una carga de entendimiento de la propia circunstancia, y también de resignación. Es el verano la estación del año en la que se produce un aclarado de la realidad en los barrios y avenidas, y precisemos que un aclarado, en baloncesto, es una táctica que consiste en dejar a un atacante aislado en un lado de la cancha para que este pueda jugársela "uno contra uno" con un defensor. La desbandada general hacia los destinos vacacionales hace que el veraneante interior se enfrente a realidades descarnadas, cara a cara.

Por ejemplo, percibir a las claras la cantidad de gente sin rumbo o sin cabeza que de pronto son más notorios, al ser mayor su proporción frente a los "normales". O compartir el deprimente espectáculo de los alcorques de los árboles urbanos llenos de excrementos de amadas mascotas de sus amos. Émulos de los británicos con sus corkis y labradores, que a su vez emulaban a los Windsor y los Kent; gente amantísima de sus adorados perritos que no ha acabado de entender las obligaciones sociales de tener un animal casero. Todos tenemos derecho a tener un fiel amigo perruno, se supone, incluidos los canallas que lo abandonan en una gasolinera para irse a chupar gambas. En los pueblos, donde antaño Golfo no tenía más nombre que Canelo o Chica, y cumplía una labor de defensa ante maleantes, zorros o roedores, hoy las calles rurales están salpicadas de caquitas de cuadrúpedos con pedigrí, que tardan en desintegrarse, porque los ayuntamientos no tienen capacidad de limpiar lo que los desahogados dejan para sus vecinos, obligados a jugar al teje marrón.

Es habitual que el amantísimo amo no entienda -porque no ha alcanzado su cochura cívica- que un truño canino bajo un árbol no nutre de abono alguno al pobre plátano de indias, sino que lo daña, igual que daña el paseo del conciudadano, que asiste a los alfajores intestinales del mejor amigo del hombre (su hombre, o mujer). La diferencia entre no recoger en una bolsita la templada deposición del inocente bicho doméstico en un exiguo hábitat de tierra de un árbol o en la acera es ninguna. Leí que en Nueva York la gente prefería que sus mascotas se ciscaran en su patio trasero -quien lo tenía; si no se conformaba con un tamagotchi- si no tenía capacidad de sacarlos dos veces al día. Civilizado. Eso evitaba regalitos en las calles y parterres. ¡Guau!

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