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valle coronado vázquez

Académica de Número de la Academia Iberoamericana de La Rábida. Doctora en Medicina. Vocal del Comité de Bioética de Aragón

Aislamiento social y muerte en soledad

Hace ya algún tiempo que nos venimos percatando de que en nuestra sociedad se desprecia a los ancianos. Se marginan porque no son útiles y no contribuyen al progreso. Más bien tiende a considerarse que son una rémora, cuando no una pesada carga para los demás.

En el proceso biológico de envejecer, los seres humanos sufrimos un deterioro físico y cognitivo, con una pérdida de capacidades para afrontar situaciones sobrevenidas y un cambio en el proyecto vital, que en este momento comienza a declinar y a cerrar su ciclo.

Si bien es cierto que durante esta fase de la vida la fragilidad se hace más patente y se manifiesta en mayor o menor grado, esta situación no se da por igual en todas las personas, dependiendo en gran parte del nivel socioeconómico y educativo de cada cual, lo que a su vez condiciona las inequidades que se producen en la vejez.

A esto hay que añadir el estigma que acompaña a las personas mayores en las sociedades más desarrolladas, donde se han generado estereotipos como los de clase pasiva, enfermos crónicos, dependientes, vulnerables, torpes y otros tantos que tergiversan la realidad de su existencia y transmiten un sentido negativo y discriminatorio hacia ellos.

Hoy en día no es infrecuente encontrar personas de edad avanzada abandonadas por la familia y aisladas por la sociedad. No sólo las que malviven en las calles de nuestras ciudades, sino también las que permanecen invisibles a los ojos de la mayoría, aquellas que viven con rentas insuficientes para hacer frente a los gastos del cuidado que precisan, con enfermedades crónicas que lastran su calidad de vida, sin afecto ni compañía y que, en muchas ocasiones, terminan muriendo solas.

Desde hace relativamente poco tiempo, y en parte debido a la aparición de noticias en los medios de comunicación sobre los casos de ancianos que mueren en soledad, los ciudadanos comenzamos a percibir los ecos de un problema que es consustancial al modelo social imperante en los países desarrollados.

Pero, como ya es sabido, la muerte en la vejez no se asocia a un estado emocional negativo derivado de la soledad sino al abandono social o, lo que viene a ser lo mismo, a la falta de recursos económicos y de cuidados básicos que terminan mermando la salud y limitando la esperanza de vida. Una situación que a menudo detectamos los profesionales de la salud y que es el reflejo de una sociedad que desdeña la ancianidad y de un sistema social incapaz de dar respuesta a esta realidad.

Todos tenemos la obligación de hacer frente a esta situación injusta, actuando para evitar la marginación de los ancianos con más compromiso en sus cuidados y reclamando una mayor disponibilidad de recursos, aquellos que serían esperables en un Estado Social de Derecho como el nuestro.

Hay que transmitir a los ciudadanos el deber de la responsabilidad intergeneracional, la que se genera a partir del diálogo entre los miembros de diferentes generaciones y que se traduce en el respeto hacia los más débiles en el escalafón social.

Al mismo tiempo, las instituciones se tienen que implicar en la prestación de unos servicios de calidad para los más longevos, con especial hincapié en aquellos que carecen de recursos y apoyo familiar. Una atención que integre lo sanitario y lo social de una forma coordinada, porque sólo así se podrá responder de forma efectiva a sus necesidades.

Esto lleva implícito el reconocimiento del derecho a tener una vida digna hasta el final, generando empatía y rechazando el aislamiento al que los mayores se ven expuestos por parte de la familia y la sociedad en general. La misma complicidad que sólo puede derivar de nuestra identificación con ellos o con lo que algún día todos seremos. Porque, como nos dice Simone de Beauvoir en su libro La vejez, hablar del envejecimiento es tratar con el mismo sentido de la vida: "No sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja".

Una sociedad que excluye a sus mayores es una sociedad que se abandona a sí misma. Por ello, es un deber de todos fomentar la educación en valores éticos como son el respeto a la dignidad de las personas y a su libertad, entretejiendo una red de apoyos para atender a los más longevos. En ello reside la justicia y la equidad. Porque, a diferencia de lo que pudiera parecer, la muerte en los ancianos no es por la soledad sino por la exclusión social.

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