Qué lejos han quedado los veranos lentos e interminables de la infancia! Recuerdo aquellos días como si acabara de vivirlos. El final de las vacaciones apenas se atisbaba en el horizonte y nada hacía presagiar el olor a septiembre, a escuela, a lápices impecables, a cuadernos nuevos y a zapatos colegiales por estrenar. En las muchas horas de cada día, había tiempo para todo. Nunca hubo tanta playa, tanto juego y tanto paseo y, a pesar de eso, seguían sobrando toneladas de minutos para leer, escribir, dibujar y aburrirse. Cabía en julio casi tanto aburrimiento como en agosto y me recuerdo -dichosos momentos- sin hacer nada, pensativa, ensimismada, imaginando y construyendo mundos inefables o por llegar.

Ya se nos ha olvidado, pero también entonces hacía mucho calor y, a la hora de la siesta, cuando todos los de la casa buscaban refugio tras las celosías de sus dormitorios, apenas se oía el roce sensual de los visillos y el zumbido enérgico de alguna mosca extraviada. Yo aprovechaba para subir sola a la azotea y, a la sombra de la pared de los vecinos, me dejaba caer sobre un viejo colchón de lana, con su forro azul plagado de angelitos blancos. Llevaba siempre conmigo un libro y una pequeña radio, pero casi todo el tiempo lo pasaba viendo volar las gaviotas que se acercaban desde la playa y entretenida con la danza armónica de la ropa tendida. A las cinco de la tarde, sin falta, sonaba siempre la música cantarina del camión de los helados pasando por la calle. Tanta era su puntualidad y su constancia que yo pensaba que nunca iba a cambiar nada en ese pequeño mundo y que nunca nada malo nos podría pasar. Por la noche, cuando la brisa fresca del mar inundaba las calles, las vecinas y mi madre y mi abuela y mis hermanas se sentaban en la puerta con sus sillas de enea a conversar y contar historias. Ningún artilugio tecnológico interrumpía la maravillosa cadencia de la costumbre: en aquellos veranos sin tele y sin móvil, la charla, la ocurrencia y el chascarrillo tejían la urdimbre que unía a las personas y convertían esas horas finales del día en las más codiciadas y placenteras.

Del rompecabezas de esos veranos largos he atesorado algunas piezas sueltas: el suelo de colores del patio, las paredes encaladas, la sombra del melocotonero y las hamacas de lona, el voceo del vendedor de chanquetes, el olor de mi abuela y el frío del cabecero metálico de su cama, la generosidad del postigo, el frescor de los higos chumbos y el sabor salado de los volaores.

Ahora, en cambio, agosto es un mes esquivo: casi acaba cuando apenas ha empezado. Se escapa entre mis dedos como el agua. El tiempo fugaz está ocupado por las tareas y los compromisos y echo en falta el dolce far niente, la diletancia y el aburrimiento. Agosto, corto, delata nuestra edad. A poco de acabarlo, solo espero haber regalado a mis hijos algunas piezas sueltas para que monten luego el puzzle amable de sus recuerdos.

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