LA modernización social, con la incorporación de la mujer al trabajo y la mejora en la salud de la población jubilada, ha traído consecuencias contradictorias. Primero produjo la reducción del número de miembros de la familia, pero, al intensificarse el fenómeno, está teniendo el efecto opuesto: el resurgimiento de la familia extensa, al menos en alguna de sus formas.

Los abuelos, que habían sido apartados de la unidad familiar limitada a padres e hijos, regresan a ella por la fuerza de los hechos. Por una parte, porque viven muchos más años y en mejores condiciones físicas. Por otra, porque las parejas que trabajan en su mayoría fuera del hogar, necesitan que los abuelos, ya jubilados, les echen una mano en el cuidado de sus criaturas. Lo dicho, vuelve la familia extensa, formada por tres generaciones, aunque quizás no bajo el mismo techo.

Esta nueva realidad -o vieja realidad, pero remozada- tiene muchas ventajas y algunos inconvenientes. No cabe duda de que refuerza los lazos afectivos entre las parejas y sus padres y suegros y, sobre todo, hace posible una relación estrecha y tierna entre los mayores y sus nietos, después de años de distanciamiento y ajenidad (sobre todo, por la parte de los nietos, necesitados de que los padres incentivaran su cariño por unos viejos que les visitaban de cuando en cuando). Los abuelos llevan y recogen a los niños en sus colegios, les ayudan a hacer los deberes -y aprenden de ellos en nuevas tecnologías- y se invisten de canguros de total confianza durante las salidas paternas. Muchos de estos ancianos encuentran en ello una razón de vida, reciben cantidades enormes de ternura y gratitud y, en algunos casos, recobran una paternidad que, por diversas circunstancias, no pudieron ejercer en plenitud con sus propios hijos. En otros tiempos con tratar de sobrevivir ya tenían bastante. Dejo para el último lugar, aunque nada desdeñable, el papel destacado que esta disponibilidad de los abuelos tiene en el mantenimiento del sistema productivo y el empleo. Sin ellos no sería posible.

Inconvenientes no faltan. A veces los mayores son literalmente explotados por sus hijos, cuando ya les faltan las fuerzas y no se atreven a desatender sus requerimientos por temor a que les interrumpan la relación con sus nietos. A veces los niños, cuando crecen, sufren el choque entre conceptos educativos necesariamente distintos: los abuelos ofrecen protección y regalos, mientras que los padres tienen la obligación de exigir poco a poco disciplina y control, y eso causa conflictos. A veces los viejos sienten que, con estas obligaciones voluntariamente asumidas, están desaprovechando sus mejores años de sosiego y despreocupación.

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