A mediados de esta semana los datos de contagios por coronavirus han vuelto a abrir los informativos tras varias semanas centrados en especial en el volcán de La Palma o en los problemas de suministros. No ganamos para pesadillas. Con el repunte de las cifras de contagios es lógico que vuelva la preocupación aunque esos temores a estas alturas parezcan sentimientos de aguafiestas. El público en general está pensando en mantener todo lo posible la recuperada normalidad y no desea retroceder escalones ,así que incluso muchos se alejan de los noticiarios en cuanto suenan las melodías.

Los informativos no es que hayan sufrido un bajón de audiencia, pero es evidente que no es agradable reencontrarse con el quebradero de todo este año y medio de virus, muertes y hospitales que llegó a atenazarnos por el cogote. Con la actual relajación se va haciendo más difícil reconducir a los ciudadanos a unos hábitos aún de precauciones y distancia cuando las celebraciones cofrades, por ejemplo, parecían anunciar que no había nada que temer ya.

La pandemia sigue siendo ese trágico acontecimiento más parecido a una guerra que hemos sufrido de cerca en nuestras vidas. Convivimos aún con él con las mascarillas, pero los sentimos cada vez más lejano y hasta menos temido: como un asunto de contertulios y del reaparecido Fernando Simón.

Tal como sucedía con las guerras, estamos empotrados en el drama aunque la vida siga, sin saber aún en qué punto estamos realmente. No sabemos si este invierno de espacios interiores más relajados nos sitúa en la batalla de Las Ardenas, tras la vacunación del desembarco de Normandía. O deberíamos estar ya a las puertas de Berlín. Al menos aún nos queda una ola ante la que sólo la moderación de cada uno permitirá que sea una marejadilla.

Lo cuentan en los informativos y el público está pensando más en pillar la maleta e irse de escapada que oír de nuevo malas noticias de responsabilidad.

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