Análisis

Tacho Rufino

Un mundo de colas y reservas

La capacidad de adaptación humana ha posibilitado mutaciones no demasiado traumáticas de las costumbresSalir a pasarlo bien sin plan previo conlleva el riesgo de vivir una pequeña odisea

No sabemos bien si la pandemia por coronavirus se encamina a los libros de historia y está en sus postrimerías, o si se cronificará, o si está cogiendo fuerza y mutando. Mientras, de la mano del Covid-19 ha ido engordando nuestro diccionario de andar por casa, con la expresión "nueva normalidad" -un término acertado, a la postre- como estandarte de la fuente de neolengua que ha sido el estado de excepción de las costumbres y las restricciones sociales impuestas por el atribulado combate gubernamental contra la bestia microscópica. Las mascarillas, el distanciamiento social, el confinamiento. El precinto y, en un año, la reapertura de centros de trabajo y lugares de tránsito o reunión de la gente. Los rasgos de la casa común han cambiado; unos de forma efímera, otros para largo. En el lado positivo de toda esta vorágine, el avance en la pericia del uso digital de personas, empresas y oficinas públicas ha sido más que notable. Nos hemos puesto las pilas, y el sector tecnológico se ha puesto las botas. Paralelamente, la empresa turística y hostelera se vio despojada de las suyas, como cadáveres de guerra. Eso parecían hoteles y bares.

Ya vemos que la vida se renueva: el consumo de actividades de ocio se ha disparado con una pasión algo traumada y como desesperada. Los aficionados a las correntías visitantes, festivas o devocionales no veían la hora. No paran de construirse hoteles en los destinos cuya rentabilidad esperada no ha mermado. El turista forastero -y el de distrito- está loco por la música. Las convenciones de empresas del ramo vuelven a ser internacionales y concitan a gran cantidad de oferentes del poliédrico sector del turismo. Esta ave fénix resurge de sus cenizas, y cómo. Por ejemplo, y a eso vamos, no es fácil encontrar una mesa para cenar en los establecimientos de siempre, o en otros nuevos que han ocupado el sitio de los que cayeron. Es un síntoma de cuál es hoy por hoy la capacidad revitalizadora del turismo, del peso de la oferta y la demanda de una industria principal en nuestra economía. Un peso que ha sido creciente e incesante en España desde los sesenta. Los dineros han ido yendo al turismo por un puro instinto del ahorro o, en este mundo surcado por fondos ajenos al territorio, por pura búsqueda de la ganancia: como en esencia debe ser. O, sencillamente, es.

En la nueva normalidad, muchas pautas laborales han mutado. Funciones públicas que encontraron en la exclusión del cara a cara una forma de blindaje y holgura. En la hostelería, la crisis pandémica ha ofrecido una vía repentina de organizar de forma más eficiente -y cómoda para quien ofrece estos servicios- de relacionarse con sus clientes y planificar sus procesos de trabajo. La reserva se ha convertido en una exigencia. No ya en restaurantes señeros, sino en cafeterías de barrio. O en discotecas. En Madrid -marcadora nacional de tendencias- no puedes ya improvisar una noche de cena y posterior jopeo, o te arriesgas a un desagradable deambular. Las colas o su antídoto, la reserva, son de pronto el pan nuestro de cada día, incluido al salir a comprar eso, el pan. "¿Tienen ustedes reserva?". "Oh, pues, no". "Uf, lo siento, todos veladores están reservados". De la mano de la pandemia, los establecimientos ordenan con mayor productividad que antes sus procesos operativos. El cliente, o se adapta, o se larga. Es una paradójica aplicación del esquema de encuentro entre oferta y la demanda. La oferta, más débil en teoría, impone restricciones. La demanda -usted y yo hoy por la noche con ganas de gastar- debe asumir que sin reserva es arriesgado salir. Pero es que la demanda está que se sale, y le dan igual las leyes económicas: quiere resarcirse. Y hace cola y reservas. La adaptabilidad humana da para eso y para más.

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