Carmen Laffón estaba allí. Estaba cuando jóvenes sevillanos se reunían clandestinamente en la finca Mudapelos, de la familia de su marido Vázquez Parladé, con sindicalistas y comunistas. Estaba cuando Fernando Zóbel abrió con José Soto y con ella un estudio rupturista, creador, iluminado, en la calle Conde de Ybarra de Sevilla al final de los años sesenta. Estaba cuando los vientos de la democracia sacaron a la luz las corrientes realistas, claramente sociales y políticas, que abrazaron muchos de sus compañeros de generación como Paco Cortijo o Genovés. Estaba cuando Paco Molina, que luego pintó campos, tocaba las narices artísticas y sociales desde una militancia que le expulsó por ser homosexual. Y ella, profundamente libre, no se sumó a la corriente aunque la llamaran individualista, como no se sumó a la influencia abstracta de sus íntimos, Soto y Zóbel, también Burguillos, también Gordillo. Nunca los criticó, sino al contrario, compartía con ellos la fraternidad de la creación. Con sus contemporáneos y con los que habrían de llegar. Con Juan Suarez, con José Ramón Sierra y Gerardo Delgado.

El compromiso de Laffón lo ha sido con el arte, con el reto de la creación, con la indomable voluntad de seguir su propio estilo y encontrar su propia voz. Era una mujer entre modernos emergidos tras la muerte de Franco o recién llegados de las cosmopolitas Paris o Londres. Una mujer de aspecto frágil que tuvo la resistencia del hierro para desoír cantos de sirenas de modas, corrientes, maneras de mirar. Que se dejara atrapar por la luz es tan valiente -y puede resultar tan disidente- como la facción más crítica de una Internacional, sea cual sea su signo. Sevillana, periférica y mujer, tímida, humilde, apenas destacable entre tanto ego, sostuvo con firmeza la búsqueda de las luces y las sombras, en detalles menudos, en bodegones caseros, en tazas y platos y visillos. Alguno la llamó cursi. Otros antigua. A todos dedicó el silencio y la sonrisa. Su íntima revolución fue implacable.

En la última exposición, a tres bandas, de la mano de su amigo y cómplice, Juan Bosco Díaz- Urmeneta, no se contentó con mostrar lo más consagrado y admirado de su obra. Según Juan Antonio Álvarez Reyes, amigo, confidente y director del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, que la ha acompañado en sus ultimas exposiciones, que compartió con ella el vértigo de mostrarse y mostrar, Carmen desafió su propia trayectoria atreviéndose, con sus inolvidables salinas, con los blancos: el ochomil de la pintura, más osado que cambiar el modelo productivo, si cabe.

Sin ruido ni frases gruesas, sin lemas de campaña, sin siglas, la revolución de Carmen Laffón ha sido, y es, contundente. Una revolución triunfante en la luz de sus cuadros y también -lo personal es político- en los ojos de quienes la amaron.

Los muy rojos y los diletantes. Los pintores, los críticos de arte, los catedráticos, los veteranos y los noveles. Todos seducidos por su dulce obstinación. También se cambia el mundo desde la mirada. También se mejora la vida peleando por la belleza. También se ganan batallas desde la paz -conflictiva y exigente- de los pinceles. Su obra, su mejor Manifiesto.

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