Análisis

Rectora de la Universidad de Huelva

En defensa de la Universidad pública

Salvo que mi cabeza de historiadora me traicione, creo que, desde la Guerra Civil y sus secuelas, la Universidad no ha sufrido nunca una crisis tan severa como la que ahora atravesamos. En cuestión de horas, el coronavirus nos ha obligado a cerrar nuestras instalaciones y nos ha mandado a casa con el inconmensurable reto de trasladar toda nuestra docencia y actividad al formato on line. El esfuerzo realizado por el profesorado, los estudiantes y el personal de administración y servicios probablemente nunca pueda ser ni medido ni recompensado en todo lo que vale, pero ha sido, créanme, enorme. Las Universidades españolas han demostrado una capacidad de reacción y una versatilidad que nosotros mismos aún no acabamos de creernos.

Seguramente, en este tránsito, la utopía del teletrabajo como forma de conciliación de la vida familiar y laboral se nos ha desmoronado un poco: ahora sabemos lo complicado que resulta asistir a las clases o reuniones por videoconferencia, cuidar de la familia y recoger la ropa del tendedero al mismo tiempo, sin que haya horario, fines de semana o días festivos que delimiten el espacio de lo laboral y lo personal. Toda la comunidad universitaria ha cedido en el proceso, porque reinventar una Universidad, en todos sus ámbitos de trabajo, no hubiera sido posible sin altas dosis de responsabilidad, flexibilidad, empatía y consenso, alcanzando a veces, por ejemplo, equilibrios acrobáticos e innovadores entre las legítimas exigencias del profesorado y los derechos del estudiantado. El profesorado que nunca hasta ahora había entrado en las plataformas digitales se ha volcado en Zoom o Teams como si lo viniera haciendo toda la vida y se ha matriculado en masa en los cursos de formación para la docencia on line, agotando los cupos. Nuestro estudiantado asiste en mayor número a la docencia virtual que a las clases presenciales en el aula y afronta los cambios con paciencia. Todos sabemos que trabajamos por un objetivo común: que nadie pierda el curso.

La prueba se va superando día a día y aún queda mucho camino que recorrer, pero hemos demostrado con creces que la Universidad española es capaz de mantener su servicio público con el rigor, la calidad docente y la excelencia que de ella se esperan. Y, mientras tanto, nuestra comunidad ha demostrado también su compromiso solidario con la ciudadanía a la que se debe. Al día siguiente de cerrar nuestras aulas, el profesorado estaba ya cediendo todo su equipamiento investigador a los hospitales, fabricando máscaras protectoras con sus impresoras 3D y diseñando respiradores (el de la Universidad de Huelva, por cierto, descuella por sus prestaciones avanzadas). El voluntariado de profesores y alumnos ha sobresalido en todos los ámbitos, aunque merece especial mención el de los vinculados a las Ciencias de la Salud, y en nuestros laboratorios se ha trabajado desde el primer momento para que un mejor conocimiento de esta pandemia nos ayude a protegernos ahora y a prevenir sus posibles rebrotes. Todo esto lo ha afrontado con extraordinaria dignidad una Universidad pública española que apenas acababa de empezar a salir de la última crisis económica: esa en la que su financiación se vio diezmada y que comenzábamos a superar con eficiencia presupuestaria, transparencia y contención. No se puede pedir más.

Como historiadora que soy tengo una incapacidad para creer que el Covid-19 nos vaya a dejar, de la noche a la mañana, un mundo mejor. Eso -mis colegas me darán la razón- nunca pasa en la Historia, ni siquiera después de los peores cataclismos. Ni tras las grandes guerras ni tras los más inhumanos genocidios, el mundo ha reaccionado para dar un vuelco verdaderamente decisivo, por mucho que sus contemporáneos confiaran en ello. Pero no es menos cierto que cada crisis comporta un pequeño avance y algo de aprendizaje por parte del homo sapiens. Por eso me resisto a pensar que no podremos ganar algo en medio de la tragedia. En lo que concierne a la Universidad, por lo pronto, no debería perderse de vista que ese personal sanitario que se ha convertido en nuestra principal defensa en la guerra biológica se ha formado mayoritariamente en las Universidades públicas y ha demostrado no solo su profesionalidad, sino también sus valores humanos, su compromiso social y su espíritu de sacrificio: caracteres todos ellos esenciales en la vida universitaria. Tampoco debería olvidarse que es la Universidad pública la que sustenta las principales capacidades investigadoras y científicas de nuestra sociedad y que necesitaremos de la Ciencia y el Conocimiento, para encontrar soluciones y anticiparnos a los problemas, para marcar las pautas adecuadas a nuestros gestores y para orientar nuestros comportamientos ciudadanos. Finalmente, poco estaremos aprendiendo del dolor y del hundimiento económico que ya nos asedia si no nos percatamos, como ocurrió lamentablemente en la última crisis, de que la Universidad pública es un motor de progreso, de bienestar, de innovación y de desarrollo económico. Reforzarla con suficiencia y dotarla financieramente con dignidad no es un gasto, sino una inversión.

Estamos en el momento de tomar las grandes decisiones, aquellas que determinarán qué consideramos prioritario en nuestro modelo de sociedad, aquellas que nos enfrentarán a complejas opciones sobre de dónde y en qué medida recortar. Es el momento de demostrar que se ha aprendido, que se ha escarmentado, que sabemos que este país no será nada sin una Universidad pública potente y respaldada, capaz de convertirse en la locomotora que nos lleve a un mundo mejor.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios