Se lanza contra el suelo olvidando que está ahí esperándolo, sólido, inamovible. Solo el oval en su mente. Poseerlo. El contacto duele. Poco. Nada. Duele bien, aunque no tiene tiempo de pensar en ello. Ya está girando su cuerpo, clava los tacos en el suelo y se pone sobre sus pies, totalmente encorvado, preparado para otro contacto. Centésimas de segundo entre el suelo y ahora, y el rival, y el placaje, y de nuevo al suelo. No de cualquier manera, posicionado para que el tesoro que tiene entre las manos pueda vivir libre bajo un techo en el que cobijarse de las manos del pescador.

El oval es tiempo, es espacio, es disfrute, es pensamiento, es ritmo, es estrategia, es liderazgo, es victoria. Es Aleph del rugby. Un techo para todo eso, para guardar la clave. Y allí está. Un compañero, y otro, y un tercero. El tiempo se aleja de él, el espacio se aleja de él, el ritmo se aleja de él, pero aún le pertenecen a pesar de estar fuera de combate. Tres segundos, no hay más. De nuevo sobre sus pies, no necesita levantar la mirada para saber por dónde vuelan ahora el tiempo y el espacio. Es tan preciado que todos saben lo que los demás van a hacer con él cuando no lo tengan. Un minuto después golpea con su hombro a un nuevo pescador, un ladrón de espacio y de tiempo. Esos golpes son los nodos que enlazan las historias que forman la narrativa del juego. Los puntos de apoyo de una estructura que debe ser lo más sólida posible; el breakdown; los puntos de contacto que sirven de referencias. Momentos con sus propias leyes de la física, con un campo gravitatorio propio, lejos de la mecánica clásica, casi más cerca de la física cuántica. Dominar sus normas es la base de la arquitectura. Una estructura sólida sobre la que crear espacios, y en la que puedan apoyarse la música del juego, la poesía del juego, la escultura del juego, el arte del juego. Donde pueda apoyarse el rugby que se ve, que florece. Donde debe sustentarse la victoria.

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