Gracias por venir a visitarme después de muerto", nos decía el sábado a José Luis Garci y a mí, con voz apenas audible pero con el sentido del humor intacto. Estaba impecable, pantalón y jersey grises a juego con las volutas de su cabellera, fundidas con las del humo de los cigarrillos que fumaba uno tras otro. Apenas había cuerpo allí, sólo inteligencia en estado esencial, presente en los destellos de sus ojos y en unos folios desparramados por la mesita, en los que había estado escribiendo algo, quizás desde hacía semanas, cuando tuvo que dejar de enviar su columna por el viejo fax, ajado y triste como una canción de Domenico Modugno. Lola conserva esos folios y ella sabe lo que dicen. Tal vez el Rosebud de Manuel Alcántara, los flecos de su vida o el ritornelo de una existencia capicúa, como solía decir con cierto desánimo: nació con el brutal desencuentro entre españoles y temía que volviéramos a lo mismo con empecinamiento cerril. Agradecía nuestra visita, pero apenas podía mirarnos porque su vista se iba sola y alternativamente hacia el televisor y el mar del Rincón, el aquí y el allá, la misma llamada de Alfonsina Storni y la de la "palpitante realidad" a la que se deben los periodistas de raza, hasta su último suspiro. Sabíamos que aquel iba a ser el último abrazo, pero la emoción no tiene conciencia de sí misma hasta que luego se desata en tristeza y desconsuelo, a fuego lento. En ese estado nos encontramos y durará mucho tiempo, porque el pesar por la pérdida de uno de los grandes de la literatura española se transforma en dolor cuando el personaje era, además, amigo en un expresión inefable del término, el único conjuro verdadero contra la soledad. Siempre se estaba quejando de lo malo que eran los finales, pensando que la vida había iniciado una lenta huida de su cuerpo. Lo que no sabía es que se trataba de un trasplante: la vida que creía ir cediendo es la que nos trasmitía a los demás. Y la conservamos, su vida y su memoria, como los miembros de una cofradía, pero no podemos evitar sentirnos hoy más solos.

Cuando notamos su cansancio nos fuimos, dándole el abrazo tan delicado como estremecido de las despedidas sin vuelta atrás. Y al oído, con un hilo de voz, nos dijo señalando a los folios: "la España necesaria". Ahí estaba el testamento del maestro.

CREO que es lo que más te gustaría. Creo que, sin ganas, debo hacerlo. A ti te "quedaban bien los muertos", y yo he aprendido mucho de ti, entre otras cosas, que se es escritor como se es pelirrojo: porque sí. Esta mañana, cuando tú morías, no pocos españoles hubieran querido hacer lo mismo que habían estado haciendo cada mañana durante medio siglo: desayunar café con leche y con Manuel Alcántara. Yo debo escribir sobre ti y no puedo llorar hasta que acabe.

He podido ir saltándome los semáforos hasta la Calle del Túnel 18. Siempre te ha gustado oírnos hablar, pero hoy te has callado mucho. No estabas en el sofá grande, donde hubieran cabido dos Alcántaras si tú no fueses irrepetible. Mira, te lo quiero contar. Estabas en cama bajo una sábana blanca, y el búho de oro que te regalamos en la mesilla de noche. Al oeste de tu segundo corazón. En las paredes, esa larga colección de vírgenes incomprensibles. Fuera, el Mediterráneo se dejaba mecer y la casa empezaba a llenarse de gente.

Cuadros, cachivaches, tu colección de búhos que habíamos completado la vieja panda del Búho de Oro en la que ya nos despedimos de Pedro Aparicio, de Paco Peñalosa... Muchos búhos, como si aquello fuese el Templo de Minerva. También tus plumas, quietas como en un verso de Juan Ramón. Los libros.

Cuando yo hubiera podido llegar, allí estaba Juan López Cohard; Salvador Moreno Peralta, más sabio que nunca; Juvenal, y más gente con un peso en el pecho. Era la hora de abrazar a Marina, tu nieta, momento inevitable para que el polen de la primavera trepara hasta los ojos. Cosas de abril, maestro.

Llega Barrionuevo, y poco después, llorando, Rafa Porras. Ya sabes, hay gente que se muere. Y gente que se nos muere. Tú te nos has muerto. Creíamos que no, que con eso de tu "pésima salud de hierro" ibas a durar siempre; sabíamos que si no eras inmortal de Academia -te regatearon el sillón quizá para que pudieras mantenerte esbelto por dentro y por fuera- eras inmorible. Y no. También se mueren los grandes campeones del box, aunque hayan escrito una columna la tarde anterior.

-No hay nada más cerril que la Academia. Tardarán diez años en darse cuenta lo que era este hombre para las letras españolas -dice Salvador.

Llega Antonio Méndez y habla de paginación triste. El Capitán relee el último párrafo del último artículo tuyo. Pepe, Ric y sus combates, Isa Cabrera, llama Miguel Dorronsoro, de quien siempre decías que tenías química para los locos geniales. Se habla de la funeraria, de la hora de la capilla ardiente, de todos los trámites de última hora. La memoria de la perrita esa -la que dio un espectáculo en Gaztelupe la última vez que estuvimos de viaje- queda por aquí. La oímos en el silencio que se hace de pronto también entre los que vivimos todavía.

¿Dónde quedan las pequeñas cosas, Manolo? ¿Tu grandeza de manías, tu gustos difíciles, tu eterna escolaridad en tercero de violetas? A abriles, a alcobas, a viajes, le llaman vivir.

-Le tenemos que poner un mensaje a Caraba -me dice Porras.

-Yo no le doy esa noticia, Rafa.

Así hubiera sido tu muerte por fuera: un búho en la mesilla, unos amigos llorando, el aullido de la vieja perrita. Eso y un boquete. Y un luto en las hemerotecas.

(...)

Antes de sumar tres párrafos más, sí, claro que este artículo es el que tú escribiste el 16 de diciembre de 1965 cuando murió César, tu maestro. La Calle del Túnel era entonces Ríos Rosas 54; Juan López Cohard era el Cura Polo; Salva era Viola; Juvenal, Félix Centeno; Paco, Camilo, Rafa Porras, Rafalito Penagos; Méndez, Castresana; y así todos, y por supuesto Marina era Mery. No ha sido así, pero cuando leí aquel artículo, en 1993, mientras preparaba mi tesis doctoral en tu casa de Madrid -tras comer en Guetaria con Paula y Lola que se despedían apresuradamente para que tú pudieras creer que fumabas a escondidas- pensé, con melancolía prospectiva, que algún día me tocaría escribir ese mismo artículo sobre ti. Han pasado más de veinticinco años; no has sido un malogrado. Cuando me decías que "cada noche, al acostarme, pienso que ojalá sea la última vez", sé que era cierto. Nosotros creíamos que eras inmortal, y seguramente lo seas, pero no inmorible. Hay gente que se muere y gente que se nos muere. Tú te nos has muerto.

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