Es de perogrullo: hay que sentarse ante el televisor sin prejuicios, con ganas de ser sorprendidos. Conectando con quien comunica. De primeras parecería que Drag Race es un acontecimiento petardista, a modo de carroza en el día del Orgullo, en el que se sucede un grupo de transformistas a ver quién es la más estridente y provocadora (más que provocativa) y nos rechina. Eso sería limitar mucho lo que propone realmente esta versión para Atresplayer Premium (y que mañana a medianoche emitirá Antena 3) que ha creado Buendía Estudios adaptando el talent que conduce RuPaul. El elenco es sugerente.

Este es un programa para que se luzca el talento con lentejuelas y foam. El concurso propone ser la más original, la más llamativa y la más divertida (no hay nada más serio que divertir) lo que reta a las participantes a fajarse en música o moda, pero también en diseño, en ingenio. En sensibilidad. Drag Race no es un concurso de disfraces o un coto exclusivo LGTB. A través de la personalidad de cada aspirante vamos descubriendo sus dotes artísticas y también su vida personal, vertiente aún más interesante para este formato del que había muchas reticencias. Atresmedia ha dado un valiente paso adelante y es un espacio con gusto (si no, no estaría la diseñadora Ana Locking), con intención, dentro de unas reglas del juego donde lo ordinario se desvanece en algunas de sus fronteras. Como poco mitiga recelos y nos airea libertades. La RuPaul española es Supremme Deluxe, interlocutora en un papel dual de ser conductora y a la vez maestra de ceremonias mostrando su versatilidad. Drag Race sorprende y agrada. De eso, ya sabemos, va la televisión.

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