Qué difícil es hablar del Señor cuando lo es todo para uno. Sólo el hecho de nombrarlo causa tal respeto que te hace enmudecer y que no afloren con fluidez las palabras que deseas. Quizás lo más fácil y coherente sea permanecer callado ante su majestuosa presencia y disfrutar de su grandeza. De rezarle en silencio como tantas veces y notar cómo las palabras de tu sentido Padrenuestro van ganando fuerza y convencimiento al mirarlo, que tras acabar el rezo, es tu corazón el que se dispone a hablarle con cariño de lo cercano y le pides con la sinceridad de un hijo a un padre. Entonces, qué fácil es hablar del Señor. "El Señor es mi pastor, nada me falta" (Salmo 23).

Y a veces, cuando se preparan actos como el del lunes pasado, pienso que el Señor no desea salir de su casa, que no se conforma con ese marco incomparable para el rezo del vía crucis, que es la recoleta Plaza de San Pedro y que realmente desea que nosotros vayamos a verlo allí, a estar con él. Y sin desearlo, te ofrece esas escenas inolvidables, acogedoras, de rezo colectivo, como las del pasado lunes, que quedarán para la historia y el recuerdo de todos los devotos del Señor.

Entonces, sentado ante su portentosa presencia, las palabras salen solas, porque hablar del Señor es tan fácil o tan difícil como revivir sentimientos de tu juventud, de recordar numerosas vivencias personales vividas bajo sus andas, queriendo ser sus pies, ayudándole en su pausado caminar, derrochando Pasión por las calles de Huelva.

Porque hablar del Señor es recordarlo cada vez que se encara el paseo de Santa Fe, con la mirada fija en la parroquia de San Pedro sabiendo la grandeza de lo que hay dentro de sus muros. Asistir a los últimos cultos de regla y seguir hablando con el Señor deleitándote en los detalles del majestuoso y a la vez elegante altar preparado para conmemorar los cien años de hermandad de penitencia, presidido, como no podía ser de otra forma, por el Señor en el altar mayor de la Mayor. También quisiera indicar que es una lástima tener que definir este acontecimiento que debería de ser ordinario, con el adjetivo de extraordinario, único o histórico, porque estas cosas también son formas de hacer Iglesia, la Iglesia como comunidad, la Iglesia de todos.

Y si difícil era hablar del Señor en las ocasiones descritas anteriormente, imagínense ustedes el Martes Santo, cuando tras enfundarme el elegantísimo hábito nazareno de mi hermandad y enfilo el mismo paseo de Santa Fe, noto que mis piernas tiemblan cada vez que miro a San Pedro y que una lágrima de emoción, oculta por el antifaz, se desliza por mi mejilla cuando veo a mis hijos con el mismo hábito nazareno.

Y más difícil es hablar del Señor cuando recuerdas esos momentos, frente a frente, con tus hijos de la mano, unas manos que se vuelven sudorosas por la emoción y como puedes, sacas unas palabras entrecortadas de agradecimiento al Señor por ayudarte a que tus hijos continúen la herencia religiosa que has intentado inculcarles. La llegada de sus primos y amigos, rompen ese interminable momento y hace que se marchen todos al lugar asignado dentro del templo. En ese momento te quedas solo, enmudecido delante del Señor y lejos de pensar que le voy a seguir hablando, es Él quien me habla y me dice: "Toma tu cruz y sígueme"(Mt 16, 24). Ha llegado el momento de seguirte, Señorm y de comenzar mi estación de penitencia. Ahí me doy cuenta de que no soy yo el que está hablando del Señor, sino que es el Señor quien nos habla cada día mediante nuestros sentimientos.

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