Todos los días felices se parecen, pero los tristes lo son cada uno a su manera. El lunes 30 de abril fue triste de un modo diferente; lo supe desde que vi la rosa blanca que Ann mantenía en sus manos. Una rosa frágil, recién cortada de su propio jardín en el campo del Andévalo. El empleado del tanatorio le explicaba lo que significaban todos aquellos documentos que debía firmar y que ella firmaba casi sin escuchar, con la rosa en su mano izquierda. Nada era importante ya, estaba allí para despedir a su esposo, al amor de su vida, a ese viejo gruñón que acababa de dejarla sola. Ann y Ronald, inglesa ella y galés él, vivían en San Silvestre de Guzmán desde que llegaron allí hace décadas. Ese día en el tanatorio estaba la gente de su pueblo y sus familiares llegados desde las islas para acompañarla en la despedida de su compañero.

Ronald fue empresario, y un día dejó de serlo; fue cazador, y un día dejó de serlo; fue muchas más cosas que después dejó de ser; pero lo que nunca dejó de ser es jugador de rugby. Se rompió la rodilla muy joven jugando en Bath y nunca más asió un oval en un campo, y aun así nunca dejó de ser un rugbier: el Seis Naciones hacía brillar sus pupilas invierno tras invierno. El día de su despedida fue diferente, y es que allí donde él estuviese las cosas siempre ocurrían de un modo diferente; y la tristeza del lunes fue una tristeza nueva y desconocida. Una tristeza con risas; una tristeza con lágrimas; con palabras de recuerdo; una tristeza con rugby y whisky escocés. Ana colocó su rosa frágil y blanca sobre el fiero dragón rojo de la bandera de Gales que cubría el féretro de su esposo-amigo-amante. Y entonces, en aquella última lección que Ronald nos daba a los sansilvestreros sobre cómo se debe despedir a un amigo, miré a la rosa y al dragón y los vi a ellos, Ann y Ronald, como siempre los hemos visto. Mucho rugby allí donde estés, Ron.

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