Análisis

Rocío Fernández Berrocal

Presencia y órbita de Juan Ramón Jiménez

Nunca hubo límites en la aventura de su conciencia, nunca se conformó

Hoy hace sesenta años del final de ese intenso y monumental viaje lírico que fue la vida de Juan Ramón Jiménez cuya órbita aún proyecta toda su luz por el espacio y el tiempo.

Todo quedó como lo dejó, su verde árbol, su pozo blanco, el cielo azul y plácido. "Y, al lado de su cuerpo muerto, su obra viva", una obra de piedra y de cielo, aérea, una "verdad presente sin historia", como él quería, "temblor, relumbre, música / presentes y totales".

Creyó en la perpetuidad de su obra porque "había derramado su vida en ella" y esta no podía extinguirse, mártir permanente de su "perenne proyecto fugitivo".

Con la mirada puesta al infinito de las cosas y el alma toda en la profunda esencia del espíritu, su palabra trascendió las esferas más altas. Nunca hubo límites en la aventura de su conciencia, nunca se conformó, siempre siguió su destino, haciéndose por dentro, deshaciéndose por fuera, para volver a rehacerse cada día y renacer otra vez en cada sueño, en cada palabra exacta, en ese vaciarse lleno siempre de vida creada y recreada, alumbradora de un mundo nuevo, ese "que yo por ti y para ti he creado", "acumulando su experiencia en lengua, en nombre hablado, en nombre escrito":

Ahora puedo yo detener ya mi movimiento,

como la llama se detiene en ascua roja

con resplandor de aire inflamado azul.

En el ascua de mi perpetuo estar y ser,

ahora soy ya mi mar paralizado (…),

paralizado en olas de conciencia en luz.

Nunca como en Juan Ramón Jiménez ha sido más el lenguaje "la casa del ser", más "ascua" viva permanente. Porque morir para Juan Ramón no fue sino "cerrarse / como una flor por la noche, / reencontrar el perfume de la vida, / ser todo uno, no esparcido, / ser solo uno para siempre".

Y ahí quedó en lo uno para siempre en la colina de Fuentepiña, ardiendo eterno en el paisaje de su infancia:

Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba, ya muerto; sino en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano, ponerse el sol sobre el río…

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