En prácticamente todas las ficciones y obras culturales de los últimos 45 años versadas sobre la Guerra Civil a los componentes del bando republicano se le reservan todas las virtudes posibles mientras que no hay matices de compasión entre los rebeldes, todos monstruosos en una confrontación donde los radicalismos y las vergüenzas en realidad se repartieron a discreción. Hace ya tiempo que la guerra de nuestros abuelos no debería ser motivo de comparación y escarnio entre los políticos para arrastrar así a los demás, lo que desemboca en rencores y resquemores generales que no deberían existir.

A fuerza de tantos años de imponerse una versión parcial se ha idealizado hasta límites de santidad al bando republicano donde no todos luchaban por la democracia y donde tantos errores y divisiones condenaron a la derrota. Una triste derrota sobre todo para tantos moderados e idealistas de un sistema que nos hubiera traído prosperidad y modernidad y puesto a prueba por una probable invasión nazi que nos hubiera dejado en el bando aliado.

El resultado de aquella guerra ya fue derribado: por una Constitución que cada vez parece tener menos defensores. La democracia surgida del 77, con un componente de concordia desvanecido e incluso ahora ultrajado, no ha terminado de vencer a los fantasmas de aquella matanza.

En el bando republicano faltaba genio y talento para solventar el golpe militar. Pero si tuviéramos que depender de nuestros políticos para enfrentarnos a un invasor, ya fuera intercontinental, extraterrestre o de apocalipsis zombi, nuestros bisnietos estarían condenados a lamentarse del desastre, buscando aún culpables allá por el siglo XXII. La invasión del virus, que sí está ocurriendo y agravándose, nos revela la escasa capacidad de los que gobiernan por allá y los fallos garrafales de los que nos administran por aquí. Ojalá los bisnietos no lamenten nuestras muertes por haberse destinado el dinero que debía cuidarnos y salvarnos a frivolidades televisivas.

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