Entra en el bar con el paso dubitativo y silencioso de sus ligeras botas de cuero con suela de goma. A pesar de que no suenan tacones en el suelo hay cabezas que se giran para seguirla fugazmente con la mirada. Es alta, con el pelo trigueño, y viste una falda larga y un jersey ajustado que deja ver un cuerpo delgado. Se sienta sola en la mesa del fondo dejando su bolso sobre una silla vacía y mira el reloj de su móvil. Quedan menos de cinco minutos para la hora en punto. Cruza las piernas, apoya el codo derecho en la mesa y ese lado de su rostro en la palma de la mano, dejando caer el peso de su cabeza. El dedo meñique le levanta el rabillo del ojo. Los ojos son oscuros, a pesar de que el pelo y la piel piden azul o verde. Le hace un gesto con la otra mano al camarero, y le dice algo en voz muy baja. Vuelve a coger su móvil. Desliza el pulgar de abajo arriba. Ve la pantalla pero no la mira.

Se vuelve a abrir la puerta del bar. Ahora sí suenan tacones, y las miradas vuelven a cambiar de sitio. Esta vez el pelo es corto, oscuro y peinado hacia una cara redonda. Es más baja y contundente que la primera. Entra con decisión y pide una cerveza al camarero. Desde el centro geométrico del local echa una visual de 360º grados que termina, con descaro, en la chica aburrida de la mesa del fondo. Por el modo de saludarse no se conocen. Poco a poco van apareciendo más mujeres, la mayoría de ellas en la veintena, con diferentes aspectos y formas de vestir. Todas acaban en la misma mesa. Algunas se conocían de antes, otras se presentan. Por fin una de ellas toma la palabra. Se hace el silencio. La primera que llegó la mira con sus ojos grandes apurando la cerveza que pidió al principio. La que ha tomado el mando apoya las manos en la mesa. "Os hemos reunido para volver a montar un equipo de rugby femenino en Huelva con el Tartessos", les dice, y todas gritan al unísono "¡uuueeeeehhh!" Sí, el rugby femenino ha vuelto a la ciudad.

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