Hay por ahí quien defiende que la esencia de nuestras ciudades debe ser la de la no contaminación. Hay quien confunde al turista con el enemigo, con el inefable capitán del ejército que lo arrasará todo a su paso a lo francés como nos pasó en el 2 de mayo. Esos alguienes de pluma fácil, que vierten en sus páginas sus miedos, no ven en el rostro de quienes nos visitan la templanza del deleite con la cultura de nuestras calles. La añoranza del tiempo y de la rutina apegada a los bares y a las blanquísimas fachadas en las que poder tomar el fresco una tarde cualquiera. El amor por la vida alegre y las charlas de casino. No ven, patronos ciegos, la envidia centelleante en los ojos del que disfruta por vez primera de nuestros murales escoltados de querubines o de nuestros edificios repletos de azulejos de todos los colores o de nuestras estatuas que siempre rinden sentidos tributos. Aquel que andurrea alegramente virgen por las callejuelas recónditas y desiguales de cualquier barrio orfebre, repletos siempre de viejas celosías de madera. Hay quién se queja de la cantidad de viandantes que vagan por el centro de nuestras ciudades andaluzas, buscando un lugar en el que sentarse. Hablando en todos los idiomas y portando sus mapas. Sorteando sin ninguna certeza los lugares nada típicos para no ser estafados con una paella de plástico a un precio desorbitado.

Esos guardianes de los valores trascendentales y andalusíes parecen no saber nada o ignorarlo, que es peor. Que somos la tierra donde todo se acaba (o quizás donde todo empieza). Que nuestros dos mares, el Mediterráneo y el Atlántico, han dejado varada en nuestra costa, con la bravura y la templanza de sus aguas, la cultura que con tanto ahínco se afanan en defender como propia. El románico, el mudéjar, el gótico, la vanguardia... O quizás la prisa, el buen guiso, la libertad de imprenta, la crítica. El chiste, la risa, la bravura o la lengua.

Pobres de ellos que no ven en la visita del extranjero el avance. Ni en los ojos de los otros la única forma de hacer que volvamos a mirar a esta tierra con el mismo respeto que le profesa un extraño. Porque sin su visión aséptica ni su calma dejaríamos morir los monumentales edificios que día a día solo nos dan sombra. Los bares que, con su fachada de madera, protegen las barricas centenarias donde descansa el buen vino. Las barras barnizadas y brillantes donde se apuntan las cuentas imborrables y llevan el turno de la fugaz espera. Hay por ahí quién defiende que esta tierra no necesita turismo, que puede con el avance que le imponen los días y su eficiente gobierno para crecer sin olvidar lo que un día fue, lo que es y, lo que sin remedio, será.

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