Análisis

J. J. Díaz Trillo

De Huelva a la Luna

De aquellos veranos recuerdo que se transmitía con frecuencia el Trofeo Colombino

De Huelva a la Luna

De Huelva a la Luna

Para los niños y niñas de 1969 ver la televisión era un acontecimiento. Aunque había cumplido ya una década de emisiones en España, aún llegaba con dificultad a los hogares. Y ya fuera en los más adelantados de ellos, en los bares o “tele clubes” que se crearon entonces, ver un programa de televisión, en blanco y negro por supuesto y en pantallas más bien pequeñas dentro de un contenedor muy aparatoso, tenía algo de ritual familiar o de barrio. La retransmisión anunciada el día antes se convertía rápido en hito por su trascendencia o por su curiosa novedad. Desde luego no se decía en la calle que iban a “retransmitir”, sino que iban a “echar”o a “poner”. Podía ser un noticiario, una película, un simple (sic) anuncio o una competición deportiva.

De aquellos veranos recuerdo que se transmitía con frecuencia el Trofeo Colombino. Además de las celebradas jugadas del Real Madrid, casi siempre, frente a un gran equipo, ruso o de la órbita que decían del “telón de acero” también casi siempre, al menos en mi recuerdo, nos fascinaba ver imágenes del Viejo Colombino y casi averiguar los rostros conocidos que estuvieran allí, viéndolo en directo. Nos resultaba gratificante escuchar el nombre de nuestra Ciudad y oír al locutor (si no Matías Prats padre, alguien de su escuela) reiterar solemnes adjetivos sobre nuestra condición descubridora, marinera y pionera en la llegada del fútbol. Tanta era la alegría de los congregados mayores que los imberbes todavía entendíamos que se estaba llevando a cabo un acto de gran justicia. Deportiva e histórica.

Daba Hermida al adjetivo su sitio y al sustantivo la sustancia del hallazgo

Algo parecido pero a otra escala -planetaria, también es justo decirlo- ocurrió con la retransmisión de la llegada del Apolo 11 a la luna. Se venía hablando desde mucho antes, hasta el punto de que se extendiera entre nosotros la afición por jugar a astronautas o disparar, más bien intentarlo, cohetes con los rudimentos que nos ofrecía el célebre bazar de Baltasar en la calle Concepción. Del joven periodista destinado en Nueva York también se contaban muchas anécdotas o episodios de su infancia y juventud en Huelva. Recuerdo comentar a mis tíos (quienes eran vecinos de él en Punta Umbría) que cuando estaba no paraban de escuchar a todas horas el sonido de las teclas de la máquina de escribir. Cuando empezó a hacerse célebre más adelante, y a convertirse en un profesional de referencia, recordé a menudo aquella historia. Su manera, aparentemente natural e improvisada, de hablar y contar tenía detrás el empeño esforzado del guión bien hecho. Aunque pareciera -como le ocurre a otro periodista con voz propia y partida de nacimiento cercana, Jesús Quintero- improvisada o espontánea su palabra, detrás estaba la convicción de quien creía y creaba lo que decía. Con acento propio y periodos de misterio: los puntos y las comas tenían la precisión de lo bien escrito. Daba Hermida al adjetivo su sitio y al sustantivo la sustancia del hallazgo, de la palabra precisa, apropiada y reiterada. Como si con Juan Ramón Jiménez pidiera a la inteligencia el nombre exacto de las cosas.

Volver a escuchar aquellos minutos que conmovieron al mundo, o recrear desde la perspectiva de otro periodista, Rafael Moreno, y de la mano de la Editorial Niebla, lo que significó aquel “godo en la luna”, es recuperar, medio siglo después, el sentido de la exploración y del impulso innovador de la ciencia, aunque fuera sobre los conflictos de la Guerra Fría. Tardaríamos mucho en saber de Yuri Gagarin o de la perrita Laika, aunque antecedieran en el espacio a los pioneros Armstrong, Aldrich y Collins. Así estaban las cosas en una España donde Caperucita no era roja, sino encarnada. Para quienes estábamos embobados por la luna como un espacio no sólo poético, sino mágico y misterioso, aquella noche memorable tiene el sello de la primera huella humana en un satélite, pero también el de la madrugada de un verano inolvidable. Donde trasnochamos como nunca antes y disfrutamos de un doble acontecimiento: el de ver la tele a esas horas y el de haber descubierto un territorio sin exterminar a nadie ni contaminar nada.

Cuando observo ahora aquellas viejas imágenes del 69 y las cotejo con las que tardaríamos tanto tiempo en ver en color, sin interferencias y con tanta claridad como si fueran de ayer y no de hace tanto, recuerdo, sin nostalgia pero con melancolía, aquel tiempo de precariedad y ostracismo de un país que vivía fuera de aquel tiempo. Pero que por aquella noche, y con la voz de Jesús Hermida de fondo, nos permitió a muchos niños y niñas soñar con un solo mundo, global y despejado. Que a la misma hora y desde cualquier parte del planeta miraba asombrado las sombras por fin holladas de la luna. En Huelva y para España, nos lo había contado un paisano nuestro.

Con toda justicia periodística, lo recuerdan hoy el citado libro de Rafael Moreno o las muchas actividades que lleva a cabo en estas fechas el Centro de la Comunicación “Jesús Hermida”. Con el impulso -no del combustible de la polvorilla de Baltasar, sino de la de los Apolos- de la Asociación de la Prensa de Huelva y de su presidente, Rafael J. Terán. Nuestro Armstrong particular de este aniversario en el que nos merecemos, aunque sea por un rato, “estar en la Luna”.

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