Hay guerras de religión en el rugby actual. Las interpretaciones de lo sagrado que se hacen desde hace años puede que vayan a librar su batalla definitiva a partir de este sábado. Han existido escaramuzas entre la reforma y la contrarreforma; entre los devotos de San Patricio y los reformistas de la cruz del sur; entre el calvinismo de la melé y el luteranismo del juego abierto; entre los preconciliares de las normas no escritas del ruck y la new wave que asomó la cabeza en el Inglaterra-Italia del último Seis Naciones -una salida dentro de la norma escrita para los vulnerables-. Será imborrable el recuerdo del Torquemada Eddie Jones acusando de blasfemia a los azzurri en la sala de prensa tras el partido, e incluso amenazando con su apostasía si desde el Vaticano de Pichot (el joven Papa) no se ponía freno a la herejía. Pero no han sido más que enfrentamientos dialécticos, refriegas y escaramuzas aparentemente sin importancia. Lo que debemos extraer de esos roces es que el rugby busca un nuevo orden mundial, y el problema es que desde el norte, al parecer, no llega nada nuevo. La gira de los Lions, cruzados de la causa de las home nations, llega en un momento en el que los aires nuevos soplan desde la Catedral de Twickenham. Las cruzadas son invariablemente cada 4 años, y el Rey de Inglaterra no tiene más remedio que poner a sus hombres al servicio de la alianza, pero lo ideal es que el XV de la rosa fuese el que se plantase en el campo de batalla ante los All Blacks.

Gatland, comandante en jefe de la cruzada, tiene su propia biblia, y en el último versículo habla de ganar. No hay nada más. Todos esperamos en el norte que sea capaz de hacerlo a través de un estilo. Puede que sea capaz de sacar del campo a penaltis a los All Blacks, pero hacerlo así convertiría un hecho histórico en algo irrelevante para el futuro orden mundial. Y eso es poca cosa para algo que ocurre cada doce años.

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