Resulta que la economía española no es, en contra de lo que pensábamos, la más dinámica de occidente. Instituciones públicas y privadas, nacionales e internacionales han recortado drásticamente sus previsiones para este año y el que viene. Todas reconocen que estaban equivocadas, excepto el Gobierno, que insiste en defender las que figuran en el cuadro macroeconómico de los Presupuestos. Inexplicable e irresponsable, salvo si se tiene en cuenta que una rectificación tan drástica obligaría a rehacer el conjunto de su estratégica económica en pleno debate presupuestario y a olvidarse de los discursos grandilocuentes del presidente, como aquél en el que, cuando las olimpiadas, pedía una medalla de oro para la economía española.

El consenso de los analistas sitúa a la economía española creciendo por debajo del 5% que se prevé para la Unión Europea, lo que significa que, puesto que fue la que más cayó durante 2020, será la más retrasada en recuperar la actividad previa a la pandemia. Añadamos la inexistencia de un plan para ordenar el caos en las cuentas públicas, el acoso fiscal a empresas, autónomos y a las clases medias, el precio de la energía y la rebelión en el medio rural y en las comunidades autónomas peor financiadas, además de la incertidumbre en torno la inflación y sus efectos colaterales, como el coste de las pensiones o la amenaza de retirada de los estímulos monetarios excepcionales en algún momento de 2022.

Son algunos de los escollos inesperados en el laberinto que se abre ante el Gobierno en un año preelectoral. Es cierto que la inflación subyacente (excluidos los componentes más volátiles de alimentos frescos y energía) se mantiene en 1,4 en tasa interanual y que el turismo y las exportaciones vuelven a ofrecerse como tabla de salvación. También ayudan los datos de empleo, siempre que se sigan ignorando las horas de trabajo real y los trabajadores en ERTE, pero no son suficientes para levantar el escenario de fantasía que, con la ayuda de los fondos europeos a la recuperación, pretendía el gobierno. Definitivamente, un crecimiento del 4,5-4,7%, que sería un gran dato en otras circunstancias, no le va a permitir salvar la cara en 2021 y afrontar el decisivo 2022. El índice de confianza empresarial indica que los pesimistas siguen siendo más numerosos que los optimistas y en el de confianza del consumidor, que elabora el CIS, el valor del pasado mes de octubre se mantuvo por debajo de 100 (97,3, que sugiere pesimismo) e inferior al de septiembre. Lo más relevante es el brusco frenazo en los dos indicadores en este el otoño, tras la intensa recuperación posterior al hundimiento de ambos durante la pandemia.

Así que ya no somos la economía europea que más va a crecer entre las grandes y no parece que la búsqueda de indicadores alternativos al PIB para medir el crecimiento pueda arreglarlo. Este repentino brote de escepticismo, con apariencia de nacido para dar picante a la ficticia y aburrida tramoya del debate sobre los Presupuestos, exige soluciones que nadie parece saber por dónde deberían comenzar. Una sugerencia. Empecemos por sacar a la economía de la sala de maquillaje y a presentarla como es en realidad.

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