Análisis

rogelio rodríguez

España no huele todavía a república

La Jefatura del Estado debe ser regulada, extraerla de la confusa orla de la inviolabilidad

España no huele a república. Todavía no. La Monarquía parlamentaria establecida por la Constitución de 1978 cuenta con el respaldo del 80% de las fuerzas políticas. Felipe VI es, sin duda y hasta ahora, un Rey modélico, de sobra capacitado para recuperar el prestigio de la Corona que su padre, hoy Rey emérito en el exilio provisional, deterioró en el ciclo final de un reinado que simboliza nuestra etapa más próspera en, al menos, los últimos tres siglos. Muy pocos reyes condujeron a su país a la democracia y Juan Carlos I es el principal autor de nuestro Estado de derecho, bajo la dirección, en su diseño original, de Torcuato Fernández Miranda, un hombre que también merece perpetuo agradecimiento.

Pero resulta ya ocioso pretender ocultar la execrable conducta privada del Rey emérito mediante la utilización como arma arrojadiza de su gran legado público a favor de las libertades y la concordia. ¿Qué es eso de movilizar a la sociedad civil en defensa de la Monarquía? La cuestión primordial es otra. Son la Monarquía y demás altas instituciones del Estado los que deben movilizarse para resolver las dudas de una sociedad civil cada día más atónita. Los que atacan a la institución son, hoy por hoy, una minoría incapaz, aunque algunos de ellos ocupen asiento en el Consejo de Ministros con la venia del ambivalente jefe del Gobierno, Pedro Sánchez. Pocos, pero activos y con creciente eco si no se aborda la presente crisis con el rigor y la transparencia que el asunto requiere.

El objetivo de la izquierda radical y de los nacionalistas republicanos es derribar la Corona -así fue y será mientras permanezca vigente-, pero también es obvio que la munición que ahora utilizan esos grupos con renovada saña se la ha concedido el memorable Monarca que, acosado por las continuas revelaciones sobre su comportamiento moral -el penal lo dictaminarán, si llega el caso, los tribunales- ha aceptado abandonar el país que tanto ama como un furtivo y sin desvelar su fastuoso destino.

Lo acaecido exige una inmediata y cristalina aclaración, en primer lugar por parte de la Casa Real, por el bien de la propia Monarquía. Expulsar al Rey padre cuando la Justicia investiga sus turbias finanzas no garantiza recuperar el crédito ni apuntalar la legitimidad. Poner tierra de por medio de la manera que se ha hecho es un error añadido, sobre todo porque alienta peores sospechas y genera frustración en la ciudadanía no militante, la que da y quita razones, además de reforzar los envites republicanos.

La ejemplaridad de Felipe VI ha comenzado a ser insuficiente. Su tiempo es otro y también muy difícil. Ya no le cubre la opacidad en la que se amparó su padre. La Corona, que no depende del voto del pueblo, no puede continuar fuera del ordenamiento jurídico. La Jefatura del Estado debe ser regulada, extraerla de la confusa orla que consagra su plena inviolabilidad (art. 56.3 de la Constitución). Es seguro que los monárquicos acérrimos no opinan lo mismo, pero en la historia abundan los momentos en los que fueron precisamente ellos los que pusieron en peligro la Monarquía.

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