Análisis

J. Antonio Mancheño Jiménez

Exdelegado provincial de Cultura

Escritores y escribientes

El diccionario de la Real Academia de la Lengua diferencia entre aquellos que se dedican a copiar o pasar notas o redactar comunicados como amanuenses, no como escritores, ya que su auténtica definición viene a referirse a quienes utilizan la palabra escrita, utilizando formas y estilos distintos para “comunicar ideas”.Partiendo de este supuesto es fácil comprender la ascendencia de los primeros y la penuria de los segundos, y ello, no sólo porque unos y otros no tengan por objeto transmitir a los lectores sendos mensajes, sino por el dispendio que algunos logran a través de boletines oficiales y gabinetes, debidamente adiestrados, mientras otros, se parten la mollera por exponer su pensamiento libre, sin que nada ni nadie pueda doblegarlos.

Es ofensivo que, ejemplo, convocada rueda de prensa, un periodista se vea abocado al mas íntimo silencio ya que al convocante (político, financiero, arquitecto o director de cine...), no le apetezca contestar ninguna pregunta, como lo es, quienes dicen llamarse escritores y se dedican a plagiar, copiar y reescribir, lo que a otros tantos les ha costado idear, documentar, investigar y ensoñar, para que pueda avanzar la historia del pensamiento, llámese literatura, poesía, narrativa, ensayo o simplemente crónica.

Nuestros queridos escribientes se hallan a la orden del día y cada vez más aumentan su caudal “especulativo” al servicio, generalmente, del mejor postor, mientras que la angustiosa situación del probo escritor es de tal naturaleza, que sus escritos, después de años, quedan reducidos a ediciones minimalistas o artículos sin fronteras, en los que incluso además de exponer su credibilidad, expone su propia firma al alcance de cualquier desalmado.

Esto viene de lejos, alguien dijo que escribir en España era llorar y no se equivocaba. Nuestro Siglo de Oro es manifiestamente el siglo de escribidores mendicantes, de los figones y las feligresías con ollas para calmar la digna “sobriedad” de aquellos que impregnaron las páginas universales de nuestra literatura. Luego vendría otra Generación, la del 97 y seguiríamos al frente de esa corriente que ha sido cima y horma del evolucionismo creativo, y después otra hornada de esos pequeños dioses de la pluma, conocidos entre estudiosos como la luz del 27, y seguirían llegando hasta que las “nueva formas” de los nuevos tiempos, hagan retroceder aquel saber contar capítulos de ingenios, fábulas, relatos y versos universales.

¿Quién lee hoy a Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Garcilaso, Quevedo, Gracián...? ¿Quién a Unamuno, Marañón, Juan Ramón, Azorín, Pérez Galdós, Maeztu, Valle-Inclán, los Machado... Quién a Miguel Hernández, Lorca, Alberti, Salinas, Cela, Alexandre, Altolaguirre, León Felipe, Gerardo Diego... Quién a Javier Zubiri, Julián Marías, Gustavo Bueno, María Zambrano...? ¿Quién?

Los ganapanes son músculo al servicio de las multinacionales, partidos políticos, corta y pega de insignes maestros y de ideólogos con intereses viciados, al par, los verdaderos escritores van repartiendo sus migajas entre renglón de acero y verdad solitaria.

Hay cosas que uno aprende a lo largo del camino. Pequeños rasgos que marcan la personalidad de aquellos que se exigen lo que hoy llamamos “libertad de expresión”, y en éste índice figuran citas inolvidables de las que no podemos desprendernos. Una, referida por Einstein, se obstina en reafirmar: No dejes nunca de preguntar ¿porqué? Otra, la del poeta y profeta de estos tiempos aciagos, Blas de Otero, en que disimular y pervertir se han convertido en fieles aliados.

El nos legó aquel verso que finaliza con una convicción inenarrable: “Nos queda la palabra”.

Testamento vital para el honesto creador y veedor de andanzas.

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