Análisis

Manuel Sánchez Tello

Académico de Número de la Academia Iberoamericana de La Rábida

Empleo de nuestra inteligencia

Nuestro cerebro es una portentosa arquitectura, irrepetible, de momento, en nuestro azul planeta, una arquitectura inescrutable donde campea nuestra mente a través de casi infinitas conexiones neuronales que obran el sorprendente milagro de acercarnos a las cosas más lejanas. Esos maravillosos mecanismos neuronales nos edifican y disponen a la interacción con el mundo en que vivimos. Como una conquista, nuestra inteligencia, resultado de la evolución de nuestro cerebro, ha otorgado al hombre el poder transformar su mundo a través de la tecnología, de la ciencia y de las bellas artes. En definitiva, nos abre un camino sin vuelta atrás, hacia el conocimiento de todo cuanto desembarca en nuestros ojos sorprendidos.

Nuestra mente vuela más alta que las aves del cielo; es más veloz que el rayo que cruza el firmamento, más asombrosa que el asombro mismo.

Como es tan veloz y se mueve en nosotros casi sin pedir venia, nos lanza a reflexionar sobre la inteligencia misma, sobre la inteligencia del hombre, de un hombre capaz de alcanzar las estrellas. Nos descubre su alta capacidad y al mismo tiempo se pregunta a sí misma, al contemplar este planeta que se nos escapa de las manos por la estupidez humana, qué podremos hacer para salvar nuestro mundo de la destrucción y en consecuencia poder salvar al hombre de su propia necedad.

Vivimos unos tiempos en los que hemos sellado la estancia del Humanismo, unos tiempos en los que, salvo unos pocos, hemos olvidado o ignorado los valores de la inteligencia humana, su capacidad para ponernos al servicio de los demás, de todo el hombre.

Es este un mundo, una civilización, en la que, si exploramos los medios de comunicación, sobre todo los de la imagen, parece ser que la primera ecuación que hay que resolver es la del sexo. Hermoso y noble es el sexo, un don de Dios, pero un don que ha dejado en segunda fila la palanca que puede mover el mundo. En este punto salta a mi mente la figura de Arquímedes, nacido en Siracusa hacia el año 287 a C. y muerto en esta ciudad en la actual Italia, hacia el año 212 a C., a los setenta y cinco años de edad. En Alejandría estudió las más diversas ciencias el sabio siracusano. Plutarco, el erudito historiador griego que escribió Vidas paralelas, obra a la que debe su fama, atribuyó a Arquímedes una inteligencia sobrehumana. Si en este punto nos interesa Arquímedes es porque él descubrió las leyes de la palanca, hasta tal punto que llegó a decir: “Dame un punto de apoyo y moveré la tierra”. Magnífica lección de sabiduría hace dos mil trescientos años. Con un punto de apoyo podemos mover la tierra. Hoy, en nuestro siglo XXI, podemos decir recordando las palabras del sabio siracusano: “Dame la suma de todas las inteligencias humanas que obran en nuestro mundo como punto de apoyo y moveré la tierra”. Esto es posible, pero ¿en qué estamos empleando nuestra inteligencia? Todos sabemos que la mayor parte de los humanos viven de espaldas a los grandes y graves problemas que azotan nuestra existencia en un mundo cada día más cambiante. Nuestro planeta se nos va de las manos poco a poco. No encontramos o no queremos encontrar soluciones a nuestros males. Nuestra inteligencia está lejos de resolver la ecuación o el dilema de la vida o de la muerte del planeta. Llegará un día en el que ya la inteligencia no nos servirá para nada, porque ya no seremos. Nuestro mundo habrá pasado y también nosotros.

Nada quedará si no ponemos freno a nuestro divorcio con la realidad, nada quedará si no ponemos nuestro entendimiento al servicio del negocio más urgente: salvar el planeta. En el fondo, todo se define en saber, conocer y actuar solidariamente con el deseo y la hermosa aventura de llegar al verdadero conocimiento de las cosas.

En 1918, en su obra Eternidades, Juan Ramón Jiménez nos escribía, como un mensaje de vida, estos versos profundos:

“¡Inteligencia, dame/ el nombre exacto de las cosas!/ ... Que mi palabra sea/ la cosa misma,/ creada por mi alma nuevamente. /Que por mí vayan todos/ los que no las conocen, a las cosas; /que por mí vayan todos /los que ya las olvidan, a las cosas; /que por mí vayan todos /los mismo que las aman, a las cosas; /¡Inteligencia, dame /el nombre exacto, y tuyo, /y suyo, y mío, de las cosas.

Hermosa lección de inteligencia de un gran poeta en defensa de un mundo que se agota sin que le devolvamos su viejo esplendor. Él supo desentrañar en unos versos el poder milagroso de nuestra inteligencia.

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