Hasta ahora perseguir que la inflación se moviera por debajo del 2% era como un acuerdo tácito entre los bancos centrales, pero la Reserva Federal lo rompió en su última reunión flexibilizando este objetivo. Se comprometió a no actuar subiendo los tipos de interés aunque la inflación superara ese porcentaje; que siempre que no fueran desviaciones significativas al alza, iba a permitir inflaciones superiores, porque a partir de ahora se pasaba a atender a una inflación promedio. Esto es un cambio de juego en toda regla. Y con un importante efecto secundario: afecta directamente al valor de la moneda, depreciándola. Así, el dólar se cambia desde entonces a 1,18 euros y ha tocado hasta 1,20 en alguna de las sesiones.

Gracias a la actuación rápida y descomunal de la Reserva Federal incrementando la oferta monetaria -iniciada en el segundo semestre del año pasado por las tensiones de liquidez en el mercado de repos e intensificada con la pandemia- el dólar ha venido debilitándose. El cambio de objetivo ha sido la puntilla. El BCE no ha actuado ni con tanta contundencia ni con la misma rapidez; las compras de activos que ha establecido también son elevadísimas pero desplegadas en el tiempo. Por otra parte, la vuelta a la recuperación y el acuerdo alcanzado en Europa con el fondo Next Generation Eu empujan al euro al alza: la unión hace fuerte a la moneda.

Con un dólar débil las cosas se complican para Europa. Las exportaciones se encarecen, entorpeciendo a nuestras empresas colocar sus productos en el exterior. Al mismo tiempo, las importaciones se abaratan, perjudicando a nuestros productos y disminuyendo su demanda interna. La recuperación así resulta más difícil en una economía tan abierta como la europea, en la que la mitad de su PIB procede de los flujos con terceros. Y los precios para mantenerse competitivos tienden a la baja.

Los bancos centrales nunca toman decisiones reconociendo explícitamente que van encaminadas a modificar el tipo de cambio. Pero es absurdo pensar que sea una variable que no consideran. El tipo de cambio afecta enormemente a la marcha de una economía, deprimiendo la actividad y los precios, y, consecuentemente, puede ser un lastre para la inflación, que es el objetivo reconocido. Se estima que por cada subida del 10% del euro, se produce una bajada del 0,4% de la inflación.

Así, Christine Lagarde, ante las insistentes preguntas de los periodistas tras la reunión del Consejo de Gobierno del BCE de ayer, dijo lo que tenía que decir: "Nuestro objetivo no es el tipo de cambio". De momento, con optimismo ante la recuperación y con previsiones sobre la inflación similares a las de junio, no han cambiado nada. Pero si el euro se sigue apreciando, está cantado que en diciembre se reforzará el programa de compras y/o se deprimirá aún más la tasa de depósito, o bien, el BCE se verá obligado a acelerar la revisión estratégica que tiene en marcha, haciendo suyo el nuevo objetivo de política monetaria. Lo que sí ha quedado clara es la amenaza. En el discurso de ayer, Lagarde reconoce de forma expresa -y esto es lo novedoso- que evaluarán la evolución del tipo de cambio por las implicaciones para la inflación a medio plazo.

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