Análisis

Joaquín aurioles

Crecer o repartir. Un dilema recurrente

La economía y la política no suelen llevarse del todo bien. Sobre todo, en tiempos difíciles. Tienen intereses comunes y a las dos les interesa una buena e íntima relación, porque se necesitan irremediablemente, que no siempre ocurre. Sirva como ejemplo el obstinado y falso conflicto entre sanidad y economía durante la pandemia o el todavía más reciente debate en al salario mínimo y sus efectos sobre empleo, que no está demasiado alejado de otro clásico del mercado de trabajo sobre el subsidio al desempleo. Siempre el mismo dilema: los avances sociales tienen costes económicos que pueden terminar provocando la involución en el progreso social. Dicho de otra forma, sólo se debe aspirar al bienestar que podemos permitirnos y, de paso, que no hay soluciones definitivas, o al menos unánimes, a un conflicto que la política se ve obligada a resolver en clave ideológica porque los fundamentos económicos son, en muchos casos, igualmente contradictorios.

El dilema central de la economía desde que Adam Smith explicó que la riqueza puede aumentar por la división del trabajo, el intercambio y la acumulación del capital, es el que enfrenta al crecimiento y a su distribución. Si debe crecer la tarta antes de repartirla o lo contrario es el trasfondo de la discusión de cada año en torno a los impuestos y al debate de los Presupuestos. Aunque suele encasillarse como padrino del liberalismo, la reflexión de Smith iba dirigida contra la convicción mercantilista de que la riqueza era fija (la tierra y los minerales eran los que eran) y la única forma de prosperar era apropiarse del bienestar del prójimo. Frente a la necesidad de un estado fuerte, el monarca absoluto, para debilitar las aristocracias locales y ganar las guerras, Smith situó al ciudadano libre, hasta entonces ignorado, en el centro de su reflexión sobre el crecimiento, aunque fue David Ricardo quien introdujo el interés por su reparto.

La cuestión es conseguir la mejor asignación posible de los recursos, que sería aquella que proporciona mayor bienestar a más número de personas. Los liberales defienden que primero hay que crecer para que el bienestar a repartir sea mayor. Los impuestos interfieren en el proceso de generación de renta y riqueza, por lo que deben ser bajos y distorsionar lo menos posible. Sostienen que si se deja a los mercados la responsabilidad de la asignación -es decir, si los incentivos son los correctos-, es probable que la recaudación impositiva aumente.

El argumento es sólido, salvo por la fisura del desempleo. Si muchos recursos no se utilizan, difícilmente se podrá conseguir el mayor tamaño de tarta posible. La subida de impuestos se justifica porque el reparto del bienestar ha de tener prioridad sobre el crecimiento, ya que en una sociedad igualitaria e inclusiva todos los recursos se movilizan y este papel no corresponde a los mercados sino al estado.

Difícil dilucidar cuánto hay de falso en este dilema sin despojarse de ropaje ideológico, pero hay sociedades más tolerantes y menos polarizadas que la española donde se utiliza el término "crecimiento equitativo", en las que crecimiento e igualdad no son necesariamente conceptos antagónicos.

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