Análisis

Tacho Rufino

Consolidar el estado de pandemia

La atención por internet ha sufrido un 'boom' de la mano del virus: también la desatención personal... por el mismo precioRebobinemos y no convirtamos en derecho las mermas de atención de la excepcionalidad

Que las máquinas -el hardware y el software, por entendernos- se vuelvan contra uno es cuestión de tiempo, entendido éste tanto como los años que cada persona lleva encima, o sea, la edad, como el tiempo que va viviendo, que radicalmente está sujeto a la vertiginosa velocidad de cambios digitales que, en un pastoreo inexorable hacia las plataformas, las aplicaciones, los call centers robotizados y otros espacios etéreos. Por lo primero, la edad de las personas distingue entre los criados en las denominadas, ya casposamente, "nuevas" tecnologías, y los más mayores, que con incertidumbre y falta de pericia sufren el cambio copernicano en las formas de hacer casi cualquier cosa, desde el teletrabajo hasta conseguir vacunarse, hacer una transferencia bancaria o solucionar un problema de la wifi doméstica. La transformación de las relaciones entre la banca y sus clientes es un ejemplo paradigmático de estas brechas generacionales, que son en puridad brechas tecnológicas. Ley de vida, sí, pero sólo en parte. Hay ganancias de pescadores en este río revuelto, unas aguas bravas donde luchamos contra lo que se supone que nos facilitaría la vida diaria, laboral, consumidora, hospitalaria. Aguas que se nos antojan como las que ha lidiado -ella, entrenadísima, eso sí- la piragüista Maialen Chourraut en Tokio. Un eslalon entre turbulencias hechas códigos, claves, firmas electrónicas, confirmaciones por sms o email (y números de cuenta y de tarjeta, con lo que eso mosquea).

En este embudo que ha disparado a lo bestia la pandemia y sus reclusiones ganan quienes dejan de tener que aguantar a clientes, usuarios, pacientes, alumnos, contribuyentes, autónomos. Las plataformas y aplicaciones privadas te fuerzan a resignarte a tu deportación al país de la máquina, pero en servicios que uno paga... o deja de pagar. Sucede que también proliferan en la función pública, y especialmente a la sanidad, aunque también en la educación: los profesores cada día están más dedicados a rellenar formularios en https, y casi tanto como a ser docentes. Tras la previsible derrota final del Covid-19, la observancia de las medidas preventivas del contagio no puede ser la coartada para no cumplir las obligaciones de servir a quienes necesitan atención. No pueden dejarse al albur de la máquina -incluidos los teléfonos que no se descuelgan- los derechos y las coberturas. Tampoco es de recibo que un funcionario coja la estela de la pandemia para en adelante y para siempre dejar de atender a las personas a las que se debe. No puede un trabajo acabar siendo una justificación del medio -el sueldo- en detrimento de los fines -la función pública-. Tampoco puede ser, en fin, que uno acabe queriendo dinamitar su móvil y hasta bombardear Silicon Valley. No es sano.

Pero es que no te cogen el teléfono. Supe de un ambulatorio de un pueblo en el que no había ningún usuario o paciente, y en esto llegó una amiga para interesarse por un asunto de su madre. El dependiente de turno le dijo que se negaba a atenderla sin cita previa. "Pues deme cita ahora, aquí no hay nadie", "Hoy ya no tengo más citas asignadas". Mi amiga se metió en la app de la cita previa, le dieron cita inmediata, la reluctante servidora pública tuvo que hocicar. Vaya usted a la plataforma, a la web, a la puñetera aplicación. Tengo papeles pendientes. Es un mundo difícil, claro que sí. Para todos. Pero no puede ser que las obligaciones de los que tienen que facilitar, a cambio de un sueldo público, gestiones a otros se liberen ya de forma crónica de la interacción directa, para merma de los derechos de quienes se ven apurados, o directamente amenazados. No a la perversa burocracia digital. Rebobinemos y no convirtamos en derecho a la excepcionalidad.

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