Se ha sentado en la grada muy cerca de donde estoy yo. La figura delicada contrasta con la robustez que hay en el terreno de juego. Viste de oscuro, con un abrigo que termina en una capucha que le cuelga a la espalda. Su cara no me es familiar a pesar de que en esto del rugby nos conocemos casi todos. No se sienta con nadie. Está sola y mira el partido con atención y frialdad al mismo tiempo.

Ha apoyado su pie derecho, calzado en un botín de tacón, ni muy largo, ni muy corto, en el respaldo del asiento de delante; la otra pierna la cruza por encima (es zurda). Resguarda del frío su mano derecha en el bolsillo del abrigo y con la otra sujeta una botella pequeña de agua a la que le da un trago de vez en cuando. El Tartessos sénior juega en casa y sus seguidores animan. Los veteranos hablan a mi alrededor analizando cada jugada. Ella no pierde vista de lo que los linces hacen en el campo. La delantera local le pone ruedas a la melé visitante. La espectadora tuerce la boca y asiente con la cabeza. Le gusta lo que ve. El partido se acelera cada vez que el balón pasa por el apertura onubense. La joven -no debe tener más de 35 años- aplaude sin sonido dos pateos muy precisos que salen casi por la línea de cinco rival. Hay acciones del rival que también le gustan. Me acuerdo de las dos chicas galesas que tuvimos sentadas a nuestro lado en el Millenium de Cardiff. Cuando alguien que estaba detrás se preguntó qué estaban haciendo los del XV del dragón mientras la Irlanda de O'Driscoll los apalizaba, una de ellas gritó "nothing!". ¡Nada!

Al terminar el encuentro se fue sola. Pasó cerca con el teléfono en la oreja hablando en inglés. "Vuelvo el martes", conseguí entenderle. "Nada, viendo un partido de rugby". Su interlocutor debió preguntarle por lo que acababa de ver. "No ha estado mal, no sabía ni que aquí se jugaba. Así que bien". Siempre buscamos rugby allí a donde vamos. "Hasta el martes, cariño, muac". Se despidió.

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