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El viajero inmóvil

  • El Olivo Azul edita una selección del epistolario de Flaubert, donde el autor da cuenta de sus procesos creativos, sus filias y fobias, y las oscilaciones de su desesperanza

Hace unos meses, dábamos noticia aquí de la publicación de una pequeña y delicada obra de Maupassant, Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert, en la que el gigante de Rouen emergía como una sombra benéfica, como un patriarca inmóvil, de los recuerdos de su discípulo y amigo. Ahora, con Querida maestra..., es el propio Flaubert quien da noticia de sí, de su aislamiento, de su trabajoso proceso creativo, gracias a una breve selección de su correspondencia, en este caso con las escritoras Georges Sand y Leroyer de Chantepie. Entonces, comentando el opúsculo de Maupassant, evocamos su retiro en Croisset, el escogido monacato del escritor, cuando los marineros remontaban el Sena guiándose por las luces de su estudio. Hoy, sin embargo, es la agonía del creador, aquello que no se veía desde los barcos nocturnos, lo que se induce dolorosamente de estas cartas.

Cartas, por otra parte, que circulan de escritor a escritor, y cuyo contenido es netamente literario. De la innumerable correspondencia de Flaubert, así como del escaso número de sus obras, el lector saca la conclusión, probablemente acertada, de que Flaubert era un escritor reflexivo, enormemente intelectualizado, cuya parálisis creativa no devenía de una falta de inspiración, palabra muy de la época, sino de la necesidad de precisión, de conocimientos, de veracidad, que el francés exigía a sus escritos. En la mayor parte de estas cartas (alguna de ellas inédita), es el propio Flaubert quien indica la fatigosa marcha de sus trabajos, y el incesante esfuerzo de documentación con el que pretendía inmergirse, como en un agua oscura, en culturas pretéritas y religiones muertas. Así, es posible seguir, a lo largo de los años, el tortuoso avance de Salambó, de La tentación de San Antonio, de La educación sentimental, de Madame Bovary, de Bouvard y Pécuchet, su obra postrera. No mucho más escribiría aquel hombre que, con 28 años, parte de Francia hacia el Egipto faraónico doblegado por Napoleón, y cuyo resultado podemos conocer por las maravillosas y desvergonzadas notas de su Viaje a Oriente. También desde allí remitiría un gran número de cartas a su madre. Cartas en las que se describe aquel vasto mundo de piedra derruida, junto a la acrisolada estupidez de los turistas. No obstante, la pasión viajera de Flaubert murió con este viaje, y es su continuada estancia a orillas del Sena la que propicia, tal vez, el vertiginoso cruce de misivas con los grandes nombres de su tiempo.

A través de ellas podemos conocer, no sólo sus filiaciones y sus fobias; también el grado de desesperanza con que contempla el mundo. Flaubert admira a Renan, a Dickens, a Gautier, a Victor Hugo; Flaubert desprecia la masa, el cristianismo, el sufragio universal, el hombre articulado y mecánico que se avecina. ¿Era Flaubert un partidario del despotismo ilustrado cuando defiende el gobierno de los mandarines? Sin duda, no. Para Flaubert, la oceánica muchedumbre de París, su impenetrable ignorancia, ha arruinado el viejo ideal de la Revolución francesa. Y son los burgueses, la imbecilidad satisfecha que encuentra en ellos, quienes convierten la libertad en un concepto degradado y exánime. Flaubert habla de arte, de goce estético, mientras los críticos elogian el carácter edificante de una obra; Flaubert defiende el conocimiento, la ancha sujección al saber, mientras Georges Sand propone una educación elemental para las clases iletradas. Flaubert habla de literatura mientras su siglo vive inmerso en el periodismo. No se trata, simplemente, de la visión de un reaccionario, de un melancólico, frente a la perspectiva progresista de una dama. Es la remoción de todo un mundo, cuando ese mundo ha virado hacia lo desconocido. Bouvard y Pécuchet, su obra inacabada, es el retrato de dos viejos rentistas que prentenden, a última hora, convertirse en sabios y eruditos. En cierto modo, ésa es la paradoja, la condena de todo el XIX y su colofón ilustrado. Flaubert, recluido en Croisset, insomne entre legajos, no estaba exento de esta aciaga caricatura.

Gustave Flaubert. Trad. Antonio Álvarez de la Rosa. Editorial El Olivo Azul. Córdoba, 2009. 144 páginas. 17 euros.

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