Cultura

Así se resucita un clásico

Teatro Cervantes. Fecha: 12 de marzo. Dirección: Blanca Portillo. Texto: José Zorrilla. Versión: Juan Mayorga. Reparto: José Luis García-Pérez, Luciano Federico, Juanma Lara, Francisco Olmo, Eduardo Velasco, Daniel Martorell, Alfonso Begara, Alfredo Noval, Miguel Hermoso, Raquel Varela, Tania Watson, Beatriz Argüello, Rosa Manteiga, Ariana Martínez y Eva Martín. Música: Pablo Salinas. Aforo: Unas 300 personas.

No hace mucho, en una función de Rafael Álvarez El Brujo (creo que era La Odisea), el actor dijo, como el que no quiere la cosa, que los clásicos están para cagarse en ellos. No sé si yo lo diría de manera tan explícita, pero sí considero que el repertorio clásico español sigue pendiente de una sacudida notable, muy a pesar del esfuerzo y el trabajo de instituciones como la Compañía Nacional de Teatro Clásico (la labor de su actual responsable, Helena Pimenta, me parece ejemplar en este sentido). Intuyo que esta, llamémoslo así, pasividad, se debe a que tal repertorio es amplísimo, diverso, bueno y malo como todos los grandes repertorios, pero también, en gran medida, desconocido; e igualmente a que, respecto a la fracción más conocida, a menudo se dan demasiadas cosas por sentadas. El teatro inglés no tiene reparo en buscarle las cosquillas a Shakespeare, travestirlo y darle un par de vueltas, a ver qué pasa, desde hace ya una porrada de años. Pero la raigambre conservadora con que se asume el teatro clásico español, todavía, tiende a detenerse en cierto límite, como si lo que pudiera darse más allá no revistiera interés. Se cometen, claro, no pocos excesos a costa de los viejos textos sagrados, pero en realidad me refiero a otra cosa. Me refiero a significar. Y, en este sentido, creo que el Don Juan Tenorio que ha cocinado Blanca Portillo es una de las mejores cosas que le han pasado al teatro español en bastante tiempo.

Precisamente, no hay figura clásica más conocida que el Tenorio de Zorrilla. Y lo que Portillo sirve en bandeja es una deconstrucción política. Su lectura es moral: si el ideario nacionalcatólico había consagrado al personaje como arquetipo por la redención de la que es objeto, aquí el sacrificio de Doña Inés cobra un carácter bien distinto. Ante semejante cadena de crímenes, la posible intervención divina sólo puede ser interpretada con indiferencia: no importa. Mediante su ofrecimiento, lo que Doña Inés logra es su justificación, no la del asesino. Y resulta gratificante el modo en que Portillo, sostenida en una sólida versión de Juan Mayorga (con una fidelidad que merece ser entendida como declaración de intenciones), devuelve así a Don Juan Tenorio a su territorio romántico original, el más cercano al satanismo y el titanismo. Más allá de una posible reacción reformista, lo que acontece aquí, insisto, es un envite político por cuanto considera al individuo en relación con los demás para delatar hasta qué punto numerosas formas de abuso mantienen, a cuenta de varias tradiciones y camelos, una aceptación social más que notable, aún en el presente. Y, si Portillo quería contar esto, no podía haber escogido mejor ejemplar que Don Juan Tenorio.

El órdago comparece en un espectáculo de dimensiones fabulosas, cautivador y calibrado al milímetro. La Portillo directora de abrumadora sabiduría escénica que se reveló en La avería comparece aquí ya en categoría magistral, con acierto en los recursos (sobre todo los humorísticos) y contrastes, muy inteligente en ciertos pasajes (la pérfida escritura del poema en paralelo a su apasionada lectura) y con las bestias bien amarradas. José Luis García-Pérez hace un trabajo descomunal, digno de los grandes, como depositario de la mejor tradición de los actores españoles, a la que ya pertenece por derecho. Ariana Martínez resulta conmovedora hasta las entrañas, Juanma Lara y Eduardo Velasco hacen gala de oficio y amor al teatro, siempre con el verso bien dicho, y el resto del reparto se mantiene a la altura. Este Tenorio debería crear escuela. Por el bien de todos.

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