Cultura

La reina de la Costa Negra

  • Adelanto editorial

Los cascos redoblaban por la calle que bajaba a los muelles. La gente que chillaba y se dispersaba apenas captó la visión fugaz de una figura en cota de mallas montada sobre un negro semental, con su amplia capa escarlata ondeando al viento. De lo alto de la calle llegaban el griterío y estruendo de la persecución, pero el jinete no miró atrás. Salió imponente a los muelles y con un brusco tirón dejó al abalanzado semental de pie sobre sus cuartos traseros, en la misma orilla del embarcadero. Los marineros lo miraron boquiabiertos desde sus puestos junto a los remos y la vela rayada de una galera de proa alta y ancho combés. El patrón del barco, robusto y de negra barba, se encontraba de pie en la amura, alejando la nave de los pilotes con un bichero. Gritó enojado cuando el jinete saltó desde la silla de montar y de un gran brinco aterrizó directamente en medio de la cubierta.

-¿Quién te ha invitado a bordo?

-¡Poneos en marcha! -rugió el intruso con un gesto feroz que hizo que salpicaran gotas rojas de su espada.

-¡Pero nos dirigimos a las costas de Cush! -protestó el patrón del barco.

-¡En ese caso voy a Cush! ¡A zarpar, te digo! -el otro lanzó un rápido vistazo a la calle, por la que galopaba una cuadrilla de jinetes; más lejos, detrás de ellos, avanzaba pesadamente un grupo de arqueros, con los arcos cruzados en la espalda.

-¿Puedes pagar el pasaje? -exigió el patrón.

-¡Pagaré mi viaje con acero! -rugió el hombre de la armadura, blandiendo una gran espada que despedía destellos azules bajo el sol-. ¡Por Crom, que si no te pones en marcha, empaparé esta galera con la sangre de su propia tripulación!

El patrón del barco era un hombre de buen juicio. Echó un vistazo a la cara oscura y llena de cicatrices del espadachín, endurecida por la cólera, y gritó una rápida orden mientras empujaba con fuerza contra los pilotes. La galera se movió pesadamente en dirección al agua clara, los remos comenzaron a resonar rítmicamente; entonces un soplo de viento llenó la vela brillante, la nave ligera se escoró con la ráfaga y luego enfiló su curso como un cisne, ganando velocidad conforme se deslizaba hacia delante.

En el muelle, los jinetes agitaban sus espadas, amenazaban con gritos y ordenaban que el barco cambiara su rumbo, y chillaban para que los arqueros se apresuraran antes de que la nave quedara fuera del alcance de sus ballestas.

-Deja que despotriquen. -El espadachín sonrió secamente-. Mantén el rumbo, timonel.

El patrón bajó de la pequeña cubierta de proa, se abrió paso entre las filas de remeros y subió a la cubierta central. El desconocido permanecía allí con su espalda apoyada en el mástil, los ojos entrecerrados y alerta, la espada dispuesta. El marinero lo observó fijamente, con cuidado de no acercarse demasiado al largo cuchillo de su cinturón. Tenía delante una figura de poderosa constitución, con cota de malla escamada, grebas bruñidas y un yelmo de acero azulado del que sobresalían unos cuernos de toro finamente pulidos. De los hombros cubiertos de malla caía una capa escarlata, que ondeaba con la brisa marina. Un ancho cinturón de tafilete con hebilla dorada sostenía la vaina de la espada que portaba. Bajo el yelmo de cuernos, una melena negra de corte recto contrastaba con los ardientes ojos azules.

-Si vamos a viajar juntos -dijo el patrón-, debemos llevarnos bien el uno con el otro. Mi nombre es Tito, patrón de barco con licencia de los puertos de Argos. Me dirijo a Cush para comerciar con abalorios y sedas y azúcar y espadas de puño de cobre con los reyes negros a cambio de marfil, copra, mineral de cobre, esclavos y perlas.

El espadachín echó la vista atrás a las dársenas que se alejaban rápidamente y en donde aún gesticulaban impotentes las siluetas, con evidentes problemas para encontrar un bote cuya velocidad pudiera dar alcance a la rauda galera.

-Yo soy Conan, un cimerio -contestó-. Vine a Argos buscando empleo, pero sin guerras a la vista no había nada a lo que me pudiese dedicar.

-¿Por qué te persiguen los guardias? -preguntó Tito-. No es que sea asunto mío, pero pensé que tal vez…

-No tengo nada que ocultar -replicó el cimerio-. Por Crom, ya llevo un tiempo considerable entre vosotros los civilizados, pero vuestra forma de actuar todavía se escapa a mi comprensión.

»Pues bien, anoche en una taberna, un capitán de la guardia del rey trató de abusar de la amada de un joven soldado, que naturalmente lo ensartó. Pero parece que hay alguna maldita ley contra matar guardias, y el joven y su enamorada huyeron. Corrió el rumor de que yo había sido visto en compañía de ambos, de modo que hoy me obligaron a ir a los tribunales, y el juez me preguntó dónde se había marchado el muchacho. Yo le contesté que puesto que era amigo mío, no podía traicionarlo. Entonces el tribunal montó en cólera, y el juez soltó un discurso sobre mi deber con el estado y la sociedad, y otras cosas que no entendí, y me ordenó que revelase dónde había escapado mi amigo. A esas alturas era yo el que montaba en cólera, pues ya había explicado mi postura.

»Pero aplaqué mi ira y conservé la calma, y el juez berreó que había mostrado desdén hacia el tribunal y que debían arrojarme a una mazmorra para que me pudriera allí hasta que traicionara a mi amigo. Así pues, viendo que estaban todos locos, desenvainé mi espada y le partí el cráneo al juez; luego me abrí camino hasta el exterior de los tribunales, y, viendo allí cerca amarrado el alto semental del alguacil, cabalgué hacia los muelles, donde pensé que hallaría un barco con destino a territorios extranjeros.

-Bueno -dijo Tito vigorosamente-, me han desplumado demasiado a menudo los tribunales, en juicios contra ricos mercaderes, como para profesarles cariño. Tendré que contestar algunas preguntas si alguna vez echo anclas de nuevo en aquel puerto, pero puedo probar que actué bajo coacción. Y tú puedes también guardar tu espada. Somos pacíficos marineros y no tenemos nada contra ti. Además, siempre viene bien tener a bordo un luchador como tú. Subamos a la cubierta de popa a tomar una jarra de cerveza.

-Me parece bien -repuso al instante el cimerio, envainando su espada.

El Argus era una nave pequeña y robusta, uno de esos típicos barcos comerciales que navegaban entre los puertos de Zíngara y Argos y las costas sureñas, siempre pegados al litoral, rara vez aventurados en alta mar. Tenía la popa elevada, con una proa alta y curva; era de combés ancho y estaba hermosamente inclinada de la roda a la popa. Se guiaba desde la toldilla con un timón largo, y la propulsión era proporcionada mayormente por una vela ancha de franjas de seda, auxiliada por un foque. Los remos se utilizaban para virar en la salida de ensenadas y bahías, y durante las calmas. Había diez por banda, cinco a proa y cinco a popa de la pequeña cubierta central. La parte más valiosa del cargamento estaba amarrada bajo dicha cubierta y bajo la de proa. Los hombres dormían en cubierta o entre los bancos de los remeros, protegidos por toldos cuando hacía mal tiempo. Veinte hombres a los remos, tres en el timón y el patrón del barco eran toda la tripulación.

De modo que el Argus avanzó con firmeza hacia el sur, bajo un tiempo constantemente bueno. El sol golpeaba con un calor más y más fiero cada día, y se corrieron los toldos, unas telas de seda rayada, a juego con la reluciente vela y el brillante artesonado dorado de la proa y de la borda.

Divisaron las costas de Shem: largas y onduladas praderas coronadas con las blancas torres de las ciudades en la distancia, y los jinetes de barbas negro-azuladas y narices ganchudas, que montaban sus corceles a todo lo largo de la costa y observaban la galera con suspicacia. No fondearon allí; el comercio con los hijos de Shem reportaba poco beneficio.

Robert E. Howard. Edición y traducción de Javier Fernández. Editorial Cátedra, Madrid, 2012. 376 páginas. 15 euros.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios