arte

La pasión del grabador

  • El Bellas Artes de Sevilla repasa en una exposición algunos de los hitos de la colección Furió, piezas en las que sus creadores mostraron, más allá de la técnica, una acusada sensibilidad

Al visitar una colección como la del profesor Vicenç Furió, es tentador para el profano quedarse en la técnica. ¿Cómo no sorprenderse ante el retrato del escultor Nicolas Coustou? Su autor, Charles Dupuis, da brillo y suavidad a la seda de la casaca, consistencia al bronce de la escultura y a la piel del escultor, la calidad de un hombre de 52 años. Así lo hizo Jean Legros, veinte años antes al llevar al lienzo a Coustou, pero Dupuis se ha servido sólo del buril. Parecida admiración despierta la Santa Faz de Claude Mellan, otro trabajo a buril que articula toda la obra en una gran espiral que ordena las tonalidades y reduce la figura a un solo tipo de línea.

Pero esta misma obra invita a pasar de la destreza del artificio a su sentido y significado. Elaborar un rostro naturalista y patético mediante una forma geométrica equivale a cruzar la frontera desde la habilidad al pensamiento y la poética, y en este territorio la colección ofrece mucho sin por ello olvidar la técnica que en cada caso se utiliza.

La colección incluye grabados de grandes maestros como Durero, Piranesi o Rembrandt

De una de esas técnicas, la entalladura, grabado en madera al hilo, de larga tradición, me gustaría destacar dos obras. De un lado, El abrazo de Joaquín y Ana, de Lucas van Leyden, y de otro, El paseo, de Alberto Durero. El peso de ambas estampas reposa en las figuras. Las de Joaquín y Ana aparecen enlazadas en una sola forma (como mucho más tarde ensayarán en sendas obras Munch y Picasso) con un peso evidente: las ropas caen con potencia y su densidad se transfiere a los cuerpos. Esta consistencia de la(s) figura(s) tiene un paralelo en los pilares de la que suponemos Puerta Dorada (según la tradición cristiana). De ellos, Van Leyden subraya la fortaleza vertical dejando apenas ver el comienzo de la curva del arco. En la estampa galante de Durero lo decisivo es el ritmo. Se articula con tres verticales: el gesto del joven, seductor más que enamorado, abre hacia la izquierda la escena que la rígida figura de la mujer paraliza mientras el arbol retorcido anticipa la amenaza de la muerte que se oculta tras él. Las figuras logran condensar el tiempo sin por ello destruirlo. Merece la pena recordar que la obra de Durero es posterior en sólo dos décadas a lasCoplas de Jorge Manrique.

Volviendo por un momento al buril, destacaré el trabajo de Schelte A. Bolswert sobre un cuadro de Gerard Seghers. Además de la calidad del grabado, que supera el reto de las acusadas luces y sombras, la obra es un síntoma del reconocimiento de Caravaggio: si Seghers pinta La negación de San Pedro, siguiendo las pautas de Merisi, apenas quince años después de la muerte del milanés, el grabador realiza su trabajo una década después de terminado el cuadro. Dos pistas del alcance del reconocimiento, la recepción y la comunicación artísticas en el siglo XVII.

Entre los aguafuertes hay también excelentes estampas. Cito en primer lugar la Vedutta della Piazza del Popolo de Piranesi por el esfuerzo del trabajo perspectivo, con insensibles distorsiones, por el que opone la dimensión de las figuras humanas a la forma ascendente del obelisco y a los fuertes volúmenes de los templos gemelos, en la embocadura de la actual Via del Corso. Al margen de la estampa del arquitecto veneciano (del que también puede verse el frontispicio de las Carceri) quiero destacar dos obras relacionadas con aquellos que nacieron bajo el signo de Saturno, los melancólicos: El poeta de Ribera y Un sabio en su estudio de Rembrandt, que al aguafuerte añade el buril y la punta seca.

Las separan apenas treinta años pero desde distintos puntos de vista señalan en parecida dirección. En el grabado de Ribera dominan superficies y volúmenes. El manto del poeta se resuelve a la altura de la rodilla en el inicio de una elipse que se transforma en rombo y parece empujar hacia fuera la superficie del cuadro. Algo parecido ocurre con el sillar donde la figura se apoya. Pero esta fortaleza la desmienten el entristecido rostro del protagonista y el desmoronamiento del sillar. La rama que parece aún viva en el marchito árbol de la derecha establece un triste paralelo con el laurel que corona al artista. Elsabio de Rembrandt se sitúa en el otro extremo: recogido en su estudio, asiste a una revelación indescifrable. La figura aparece entre dos luces: da la espalda a la que ilumina su mesa de trabajo para volverse a la que irrumpe en la vidriera. Su asimilación a Fausto la confirmará la Goethe al poner la estampa en la portada de su obra. La melancolía, convertida desde el siglo XV en signo de sensibilidad y sabiduría, puede conducir a la certidumbre de la caducidad, como en Ribera, y a la osadía de la invención, como en Rembrandt. En todo caso, las dos obras son buen resumen de la colección: quien toca la materia tan de cerca como el grabador debe ser un melancólico, un elegido de Saturno.

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