Cultura

El parto de la máquina

  • Tras su paso por Barcelona y Madrid, 'Warhol. El arte mecánico', una de las muestras mejor valoradas este último año en España, llegará al Museo Picasso de Málaga el 31 de mayo

Una imagen de la muestra.

Una imagen de la muestra. / Efe

Para que no quedaran dudas al respecto, aquel artista estadounidense de ascendencia eslovaca llamado Andrew Warhola, más conocido en el mundo como Andy Warhol (Pittsburgh, 1928 - Nueva York, 1987), afirmó una vez: "La razón por la que pinto así es porque quiero ser una máquina, y siento que todo lo que hago como una máquina es lo que quiero hacer". No menos clarividente es esta otra cita: "¿Por qué tengo que ser original? ¿Por qué no puedo ser no-original?" Podría afirmarse que Andy empezó a ser Warhol cuando (bien pronto) asumió como propios los postulados de la sociedad de consumo en la que creció, vivió y murió como un pez tan inconscientemente feliz como atormentado y fuera del agua; al cabo, su particular tragedia no fue distinta de las de otros héroes, pero su verdadero logro fue conducir la tormenta propia del creador en el mundo de lo efímero, de lo visto y olvidado, de lo usado y tirado: esa permanente fiesta de ácido por la que Occidente se reconoce en los ganchos que le invitan a hacer uso de su tarjeta de crédito. En este contexto, otras afirmaciones como "Amo el plástico. Quiero ser plástico" son mucho más que una mera boutade salida de tono para volver a captar la atención de los micrófonos. Warhol comprendió bien pronto que la reproductibilidad técnica que había profetizado Walter Benjamin ya no podía ser suficiente: había que ir a donde iba todo el mundo, a los anuncios publicitarios, a la televisión y a los discos de rock, para que el arte prendiera en un siglo decididamente desquiciado. El tiempo le dio la razón, por más que el arte terminara siendo una expresión completamente distinta, en gran medida de su mano. Y Warhol consiguió que, en lo que a él se refería, el arte no fuese tan importante como el propio Warhol. La invención del pop no fue más que la presentación al hombre de su tiempo de un juguete con el que pudiera jugar a sus anchas, como un medio más de entretenimiento, con el pequeño matiz de que el juguete se llamaba Andy Warhol. Si al final el usuario se aburría, lo gastaba o lo cambiaba por otro, según las más elementales leyes de un mercado que celebraba la alegría capitalismo con drogas sintéticas, revistas y apartamentos de mala muerte, no importaba: Warhol estaba dispuesto a sustituir unos recambios por otros, de manera limpia y barata, a mayor gloria del viejo código de la oferta y la demanda. En tiempos del comercio on-line, con la publicidad definitivamente convertida en performance y un modelo capitalista conducido al extremo tanto en sus virtudes como en sus defectos, Warhol se nos presenta como un viejo amigo, un tío lejano al que volvemos a ver de vez en cuando gracias a que se salió con la suya y se hizo decididamente famoso mucho más de quince minutos; pero fue él quien advirtió, según la más preclara presunción de postmodernidad, que lo importante no eran los quince puñeteros minutos de fama sino la alegría que implica poder convertirlo todo, todo, en mercancía. Y aquí sí que el tiempo, la historia, el pensamiento, la cultura y el arte le han dado la razón a San Andy Warhol. Por eso, la exposición Warhol. El arte mecánico, alumbrada en el Museo Picasso Málaga y comisariada por su director, José Lebrero, saldó su cita en el CaixaForum de Barcelona (del 14 de septiembre al 31 de diciembre del año pasado) con un éxito más que notable que actualmente (desde el pasado 31 de enero y hasta el 6 de mayo) revalida en el CaixaForum de Madrid. La muestra es ya una de las mejor valoradas y concurridas de la temporada en España y el próximo 31 de mayo llegará a su casa, el Museo Picasso, donde permanecerá hasta el 16 de septiembre para cerrar un año de vertiginosa estirpe warholiana. En Málaga, donde el Picasso consolida su posición como el museo más visitado de Andalucía, se espera una respuesta semejante, claro. Además, habrá sorpresas añadidas.

La primera de ellas tiene que ver con el volumen de la inmersión: si la muestra vista en Barcelona y Madrid ha reunido unas 350 obras, la versión que acampará en las dos salas del Museo Picasso reservadas a exposiciones temporales ofrecerá al visitante cerca de quinientas. El menú atraviesa con ambición titánica y enciclopédica el desmesurado abanico de formatos al que recurrió Warhol para dar cuerpo a su arte de masas, a base de la inserción de obras con eficacia digna del mejor marketing en el imaginario popular como las latas de sopa Campbell, los retratos de iconos del siglo pasado para su inmortalización plastificada (desde Marilyn Monroe a Mao pasando por Liz Taylor, Jackie Kennedy, Debbie Harry, John Richardson, Man Ray, Muhammad Ali, Mick Jagger, Michael Jackson, el escultor malagueño Miguel Berrocal y el propio Warhol) y series harto representativas como Skulls, Flowers y Cow: todo un festival de serigrafía con su aroma de fabricación en cadena que iguala el museo y el supermercado. El apartado cinematográfico, que Warhol comparaba con la pintura "en un nuevo medio", se presenta bien jugoso y presenta algunos de los screen tests realizados a personalidades como Salvador Dalí, Bob Dylan, Susan Sontag y Marcel Duchamp, además de leyendas del cine underground como Sleep (1963), aquella cinta que durante cinco horas y a 16 fotogramas por segundo recoge el sueño de Paul Morrissey, aliado esencial de Warhol en aquel nido neoyorquino de creatividad delirante que fue la Factory (eso sí, la exposición recoge únicamente un fragmento de 50 minutos). El imprescindible apartado musical hace acopio del diseño original de la portada de The Velvet Underground & Nico (1967) así como el de la cubierta del segundo disco de la banda de Lou Reed y John Cale, White Light / White Heat (1968). Hay portadas de otros discos, como el de Ultra Violet (1973), Sticky Fingers de The Rolling Stones (1971) y, atención, la sesión fotográfica completa de la que salió la portada de Love You Live (1977) del mismo grupo. Eso sí, los fans más acérrimos podrán darse el gusto en la instalación original Exploding Plastic Inevitable, un conjunto de grabaciones de audio, proyectores, películas, mattes, diapositivas e iluminación que sirvió de escenario a The Velvet Underground y a otras muchas propuestas (más o menos peligrosas) de la Factory. De este modo, películas, esculturas, dibujos, serigrafías, instalaciones, libros de artista, portadas de discos, pósters, revistas, objetos y material fotográfico son los ingredientes de una pócima que abarca desde los primeros trabajos de Warhol como diseñador a comienzos de los 60 hasta algunas de las obras más reconocidas de los 80; y que, ya desde el primer trago, abraza por igual el amor y la destrucción, el erotismo y la muerte en un accidente de coche, la ternura y el trash, el homenaje y el desprecio. Todo, absolutamente todo, convertido en mercancía. A ver quién se resiste a comprarlo.

Escribe José Lebrero en el catálogo de la exposición: "Andy Warhol es un creador de reacción siempre capaz de obtener, en un sentido económico capitalista liberal, beneficio estético de cualquier relación humana en la que participe. En su obra es substancial incluir algo de el otro, lo que interpretarse como una negación a actuar con un ser uno optando, por el contrario, por sacar partido a la participación del interlocutor. Se pone así en crisis la vieja figura convencional pasiva del espectador". Precisamente, éste es uno de los grandes retos más abiertamente asumidos por los museos contemporáneos (y en particular por el Museo Picasso): la asunción del visitante como un agente activo que dialoga con la obra y con el espacio, aporta su experiencia y su criterio, completa la interacción allí donde el artista no alcanza y, por último, ejerce su faceta creadora (es de esperar, por tanto, un programa de actividades complementarias en el Museo Picasso para encauzar, subrayar y hacer bien significativa esta aportación, con propuestas como la recuperación del cine de verano que ya se estrenó el año pasado a cuenta de la Escuela de Londres). Y añade Lebrero: "[Warhol] actuó como enlace entre artistas e intelectuales, pero también entre aristócratas, homosexuales, celebridades de Hollywood, drogadictos, modelos, bohemios y pintorescos personajes urbanos de la última revolución cultural. Pero Warhol el demiurgo es una figura melancólica que encarna como diana para el foco de las miradas deseantes de su época la crónica de un fracaso". El mismo Warhol dijo sobre el particular: "Mis cuadros nunca salen como yo espero, pero eso nunca me sorprende". En el imperio de la sociedad de consumo, el fracaso debía tornarse insatisfacción: una razón para volver siempre.

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