Cultura

La parada de los monstruos

  • Alianza Editorial ha publicado las obras más famosas de H.G. Wells, entre ellas 'La isla del Dr. Moreau', que ha sido llevada tres veces al cine

Desde sus primerísimas líneas, La isla del Dr. Moreau (Alianza) despide un intenso aroma a relato de aventuras muy evocador para los lectores de mi generación, que crecimos con las lecturas de Robert Louis Stevenson, Julio Verne o Emilio Salgari, constructores de ficciones admisibles para la juventud hasta no hace tanto. El comienzo es genuinamente aventurero: en febrero de 1887, el Lady Vain se fue a pique tras colisionar con un pecio a la deriva en las aguas del océano Pacífico; en enero del año siguiente, el caballero Edward Prendick, un superviviente de dicho naufragio, fue rescatado de estas mismas aguas.

El relato de cuanto le aconteció durante estos once meses era tan fuera de lo común que se temió por su salud mental; en consecuencia, Prendick optó por perder súbitamente la memoria. La situación de desamparo vivida explicaría tanto los desatinos como ese repentino olvido. Tiempo después, Charles Edward Prendick, sobrino y heredero del anterior, encuentra un manuscrito con una narración pormenorizada de aquella experiencia entre los papeles de su tío. Si bien "ninguna nota (...) indicara expresamente el deseo de su publicación", el joven Prendick da a la luz el relato con unas pocas indicaciones para situar correctamente unos hechos poco menos que extraordinarios.

El planteamiento de la novela es potente; el crescendo, implacable. A Wells le bastan unos pocos compases para enganchar al lector. Edward Prendick fue rescatado ocho días después del naufragio, al borde de la muerte, por una goleta con un extraño cargamento de animales: un puma, una llama, tres o cuatro perro y varias jaulas de conejos. A bordo conoce a Montgomery, inglés como él, además de médico, que siempre va acompañado por un individuo deforme, de limitada inteligencia, cuyos ojos brillan en la oscuridad. La amistad que Prendick traba con Montgomery le acarrea la enemistad del capitán, de modo que cuando la goleta llega a su destino, una pequeña isla sin nombre en mitad de ninguna parte, se deshacen de él, abandonándolo a su suerte en el mismo bote donde lo encontraron. Así, nuestro protagonista se convierte en el huésped forzoso del Dr. Moreau, el dueño del lugar, un tipo taciturno de cabello blanco y anchas espaldas, otrora eminente cirujano en Londres, repudiado por los círculos científicos ingleses por sus experimentos contranatura. Prendick ha saltado de la sartén a las brasas. El relato de aventuras deriva prontamente hacia el relato fantástico.

Y como toda isla que se precie, ésta tiene su misterio. Una vez en tierra, Moreau y Montgomery mantienen un férreo secretismo sobre sus actividades e impiden el acceso de Prendick a ciertas instalaciones; el personal está compuesto por otros siervos de rasgos bestiales y cortas entendederas. El aullido de la pantera que desembarcaron de la goleta, presa del pánico y del dolor, atraviesa los muros del laboratorio y llena el recinto donde viven; Moreau continúa con las investigaciones que le valieron la expulsión de Inglaterra. En la selva, Prendick descubre a otros seres contrahechos, que entonan como una letanía los términos de unos extraños mandamientos: "No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos hombres? No sorberás la bebida; ésa es la ley... No comerás carne ni pescado... No cazarás a otros Hombres…", todo ello coronado por una fórmula no menos inquietante: "Suya es la Casa del Dolor. Suya es la Mano que Crea. Suya es la Mano que Hiere. Suya es la Mano que Cura". Prendick cree erróneamente que aquellos desgraciados son hombres, víctimas de los experimentos de Moreau. La verdad no es menos aterradora: los monstruos son el resultado de la manipulación del doctor de diversos animales. A base de trasplantes, extirpaciones e injertos, Moreau ha jugado a ser Dios y dado forma antropomorfa a distintas especies, entremezclándolas entre sí, creando criaturas imposibles.

El Dr. Moreau es una figura totémica, una presencia que todo lo llena. Así lo entendió el cine al llevar en varias ocasiones la novela a la pantalla: Charles Laughton, Burt Lancaster y un Marlon Brando pasado de rosca dieron vida a este inquietante personaje. Moreau pertenece a la estirpe del capitán Nemo -Julio Verne fue una gran influencia en el joven Wells- y, de hecho, La isla del Dr. Moreau le debe mucho a La isla misteriosa (1875), la brillante continuación de 20.000 leguas de viaje submarino (1870). Moreau, al igual que Nemo, es una rama torcida en el recto tronco de la civilización que no duda en dar las espaldas a sus conciudadanos; Moreau y Nemo son sendas manchas en el limpio expediente del positivismo del siglo XIX, una puesta en entredicho de aquella confianza ciega en el progreso. Moreau, como el capitán Nemo antes que él, llevó su ciencia hasta el punto de ruptura. Ambos responden al ostracismo con la huida, pero ninguno tira la toalla. El mito fáustico del afán de conocimiento los lleva a ceder a sus demonios interiores. Nada es suficiente para Moreau. Le consta que nunca conocerá los límites de su ciencia, pero está dispuesto a llevarlos tan lejos como le sea posible, más allá del Bien y del Mal. Los errores si acaso son un acicate: "Hay algo en todo lo que hago que me decepciona -le confiesa Moreau a Prendick-, algo que me deja insatisfecho, que me desafía a seguir intentándolo". Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) sería otra deuda reconocible de esta estupenda novela.

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