De libros

De la niñez sin nostalgia

  • Alfaguara publica la segunda obra colectiva de la Orden del Finnegans, formada por un grupo de admiradores de Joyce que se han aplicado esta vez a recrear sus infancias respectivas

Para los joyceanos empedernidos, el Ulises es algo más que una novela de culto. No es el del irlandés el único libro que ha inspirado homenajes periódicos y un ritual rayano en el fetichismo, pero la celebración universal del Bloomsday -el día de Bloom, instituido en 1954 para recorrer los pasajes o los escenarios de la novela, coincidiendo con el 16 de junio en que transcurre la más famosa jornada- no tiene parangón en lo que se refiere a la literatura contemporánea. El epicentro, naturalmente, se localiza en Dublín, la ciudad amada y odiada en la que Joyce -hay que imaginar su perplejidad póstuma- parece haberse vuelto tan popular como el mismísimo San Patricio, pero muchas capitales del ancho mundo acogen iniciativas destinadas a revivir el itinerario del inefable Leopold y sus compañeros de aventura, a menudo con la complicidad de las franquicias irlandesas. Los devotos de Joyce forman una hermandad pintoresca y fidelísima, capaz de memorizar largos parlamentos o de enredarse en sesudas disquisiciones sobre los meandros de su literatura, a ser posible entre ingeniosos juegos de palabras e incontables pintas de cerveza. En esa órbita se inscribe, aunque precise que no le mueve tanto la veneración como el espíritu hedonista, la Orden del Finnegans, que no toma su nombre, como podría pensarse, del endiablado criptograma de Joyce, sino de un pub casi homónimo de Dalkey que los miembros de la cofradía frecuentan en sus andanzas dublinesas.

Creada durante el Bloomsday de 2008 por iniciativa del profesor y novelista Eduardo Lago y de su entonces editor Malcolm Otero Barral, la Orden acogió en sus inicios a los narradores Jordi Soler, Enrique Vila-Matas y Antonio Soler, a los que luego se sumaron los también novelistas José Antonio Garriga Vela, Marcos Giralt Torrente y Emiliano Monge. Su presentación en sociedad fue el libro colectivo La Orden del Finnegans (Alfabia, 2010), cuya cubierta reproducía la famosa y tal vez no demasiado verosímil pero en todo caso encantadora foto de Marilyn enfrascada en la lectura del Ulises. Ya entonces proclamaban su defensa de la vía Finnegans de la literatura -la "vía de la dificultad"- y aducían como ejemplos a escritores como Gaddis, Pynchon o Foster Wallace, todos ellos, por cierto, anglosajones, pero si el primer libro era una suerte de miscelánea que alternaba la ficción y la crítica, esta segunda entrega de la Orden, muy joyceanamente titulada Lo desorden, recoge ocho relatos donde los integrantes de la sociedad se han sometido a un pie forzado que los obligaba a tratar de la infancia. Por acabar de contextualizar la faceta más lúdica de los Finnegans, diremos que en su bienhumorado prólogo al volumen, Ignacio Martínez de Pisón compara la iniciativa con la Orden de Toledo de la que formaron parte el "condestable" Luis Buñuel, Pepín Bello como secretario y Lorca, Hinojosa, Dalí o Moreno Villa. Y parece que al menos una de las actividades confesas de los antecesores, "cenar y beber sin continencia", no es del todo ajena a las celebraciones dublinesas. Su impagable lema, en fin, es la última frase del capítulo sexto del Ulises en la traducción de José María Valverde: "Gracias. ¡Qué grandes estamos esta mañana!".

Acogidos al tema antedicho, los relatos incluidos en Lo desorden son bastante desiguales en su planteamiento, pero como afirma Martínez de Pisón todos ellos tienen en común una alta calidad literaria. El del coordinador del volumen, Eduardo Lago, a quien debemos un interesante trabajo donde compara las tres traducciones del Ulises disponibles en castellano -El íncubo de lo imposible: puede leerse en internet, publicado por Revista de Libros-, abre la colección (no lleva título) y vale al principio como presentación del resto, pero a continuación hila recuerdos o digresiones -su primer diccionario, el ingreso en el internado, la muerte de su hermano- de forma irónica y a veces conmovedora. Curiosamente el cierre, que corresponde a Vila-Matas, denuncia el tema de la infancia -al parecer propuesto por él mismo- como poco original y demasiado trillado, entre preguntas encadenadas a lo Padgett Powell que constatan la falta de recuerdos propios y una visión escéptica respecto al presunto influjo de las vivencias de la niñez en el adulto venidero. Tanto Vila como Lago prodigan los guiños metaliterarios, que acaso pierdan alcance o razón de ser fuera del círculo estricto.

Los dos mexicanos de la Orden proponen relatos que comparten un fondo de desolación o de violencia. El de Jordi Soler, un apretado y vertiginoso párrafo único, es tal vez el más joyceano del conjunto, pero destaca sobre todo por su fuerza torrencial a la hora de recrear el descubrimiento de la sexualidad -en su vertiente más turbia- y la crudeza de la vida en el Trópico. El de Monge, que adopta el modo enumerativo de Braine o de Perec, acumula una serie de revelaciones o descubrimientos que reconstruyen con admirable precisión el clima moral de una familia. Pese a su título melodramático, la memoria de Otero Barral es un gran documento -no sólo por la presencia de su abuelo, el editor y poeta- que prescinde de recursos experimentales para poner de relieve cómo los entornos que parecen privilegiados no lo son tanto, frente a lo que podría deducirse de una impresión superficial. Su relato guarda cierto parentesco con el de Giralt Torrente, igualmente vinculado a un linaje prestigioso y a padres de vida heterodoxa que hacen que el hijo desee más que nada -como todos los niños- la aceptación, una cierta normalidad. También se relacionan de algún modo los estupendos relatos de Garriga Vela y Antonio Soler. El primero, acostumbrado a convivir con el dolor, evoca una calamitosa sucesión de accidentes y enfermedades que lo llevaron a ser visitante o inquilino habitual de hospitales, dispensarios y casas de socorro. El segundo explora los miedos de la infancia -que en su caso tuvieron que ver con los árboles en movimiento, los dedos de su padre, las historias de terror que le contaba su hermana- o el deseo de ser otro.

Anuncia Martínez de Pisón, y lo confirma después la lectura, que se trata de ocho relatos sobre la niñez "reñidos con la nostalgia", pues retratan sobre todo la vulnerabilidad, la indefensión, el extrañamiento asociados a una edad que a veces se añora, pero a menudo dista de ser idílica. De otro modo lo expresa Garriga: "Si esa era la época más feliz, cómo sería el resto".

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