Cultura

La geometría quimera

Los restos de Julio Cortázar (Ixelles, 1914 - París, 1984) descansan en el cementerio parisino de Montparnasse junto a los de otras celebridades. El panteón erigido a la mayor gloria de Sartre es extrañamente litúrgico y pomposo. La tumba de Gainsbourg es la más frecuentada a tenor de la multitud de dibujos, dedicatorias, besos estampados en fotografías, ramos abundantes y los mil y un regalos a menudo fetichistas con los que los fans agasajan aún al cantante. La de Beckett, que comparte sepultura con su mujer, Suzanne, apenas amanece tocada, por el contrario, con un par de flores secas. El sepulcro de Ionesco está coronado por una solemne cruz y tampoco le faltan flores ni ornamentos. La de Cortázar no es muy fácil de encontrar. Está algo apartada del circuito que conforman el resto de genios literarios y artísticos, entre numerosos inhumados anónimos. Pero hay algo que delata la presencia eterna del autor, con más eficacia si cabe que las fotos del mismo, repartidas por toda la losa, en las que aparece la mayoría de las veces con su espesa barba y su gesto incólumne entre el asombro y la contemplación: son los numerosos papeles, a menudo espontáneamente arrancados, con líneas manuscritas que reproducen las referencias a la Maga, Horacio Oliveira y hasta Morelli, los protagonistas de Rayuela, los que proclaman que sí, que allí descansa el autor argentino. Y es que resulta muy difícil contar algo de un libro que significa tanto para tanta gente.

Cortázar publicó Rayuela en 1963, hace 50 años. Él tenía 49. Hasta entonces había cimentado su fama como escritor de cuentos. Historias de cronopios y de famas le había consagrado ya como maestro del género, a la altura de Borges, Chéjov y el Poe, al que vertió de manera irrepetible en lengua española, hasta hacer de sus traducciones una de las obras fundamentales del siglo XX; y volvería a la narrativa breve en otra jugada maestra, Todos los fuegos el fuego (1966). Pero Rayuela era otra cosa. Cuando apareció, el mismo Cortázar, que comenzó a escribirla diez años antes (tras su llegada a París junto a su entonces esposa, la traductora Aurora Bernárdez) y que confirió a la obra gran parte de su forma definitiva durante un viaje en barco desde Italia a Buenos Aires en 1959, explicó su naturaleza de manera tan sencilla como abrumadora: "De alguna manera es la experiencia de toda una vida y la tentativa de llevarla a la escritura". La novela pasó de inmediato a la primera línea del boom, pero los mismos profetas del movimiento, con García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza, comprendieron que en estas 700 páginas de desorden inexplicablemente vertebrado había algo más que la enésima tentativa de sentar a Joyce y a Faulkner en la misma mesa de Juan Rulfo y el Martín Fierro. Cortázar ya se había deshecho del realismo mágico para abordar el realismo fantástico y Rayuela bebía de todas las fuentes posibles. La reacción de críticos y compañeros fue dispar: la obra fue tildada de surrealista sin serlo, tachada de reaccionaria sin pretenderlo y acusada de ponerse de espaldas al lector cuando fueron los lectores los que le dieron la aprobación definitiva hasta convertirla en una de las novelas más leídas (quién sabe si comprendidas) de su tiempo.

En realidad, y tal y como el mismo Cortázar afirmaba, su empeño fue del todo realista. Se trataba de escribir algo parecido a la vida y le salió aquel artefacto que admitía tres direcciones (la que aparecía impresa, la que sugería él con las indicaciones al final de cada capítulo/fragmento y la que aleatoriamente quisiese emprender el lector, la misma que el autor explotó en 62/modelo para armar) repleto de palabras inventadas y caprichos increíbles. Para la historia queda el arrebato erótico del capítulo 68: "Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia". Ahí estaban los cronopios al borde del genuflexo. Con el jazz, el vudú, los recortes de prensa y las infinitas ramas textuales de un libro interminable.

A Rayuela se la considera una novela moderna desde que vio la luz. El debate sobre su pervivencia es siempre caliente y oportuno. Sirvan estas palabras del crítico Julio Ortega, en declaraciones al diario mexicano El Universal, para ilustrar todo lo que cabe decir hoy al respecto: "Las novelas se leen de modos distintos en diferentes épocas. Hay que recordar, sin embargo, que el gusto no es una forma de la verdad sino una imagen en el espejo. Hoy se entiende el gusto no como la definición de una obra sino como nuestra autodefinición. Por eso se afirma que el gusto es fugaz, y un testimonio de nuestra fugacidad. Por ello, si creemos que Rayuela es una novela que se lee mal hoy, ya podemos sospechar lo que pasará con las nuestras".

Si algo une a los protagonistas de Rayuela, a la que Cortázar tituló en un principio Mandala, es la búsqueda en pos de una quimera. Y la misma quimera termina siendo su geometría: una novela increíble. ¿Juegan?

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